Aquella mañana de invierno esperaba el colectivo en la parada, como todos los días. El frío se hacía sentir a la sombra y por el chiflete que corría en la calle. Parecía que el 60 estaba más demorado que de costumbre. Seguro que vendría repleto.
Ya éramos varios los que esperábamos la llegada del 60 en aquella esquina porteña. La cola era de más de cinco personas paraditas, una detrás de la otra, frente a esa parada de madera pintada de color blanco. Algún día las modernizarán pensaba para mis adentros mientras daba pataditas sobre la vereda.
Llegó el 60 y como era de esperar repleto de pasajeros. Fuimos subiendo y cada uno pidió su boleto. “¿De cuánto?”, decía el chofer mientras miraba por el espejo al único pasajero que descendió en la parada por la puerta de atrás.
“No tengo monedas. Cuando bajas me pedís el vuelto”, le dijo a un muchacho que subió adelante mío. Por suerte esa mañana tenía el valor justo del boleto. No me cagaría con el vuelto como el otro día.
Nos fuimos apretando en el pasillo. Los vidrios estaban empañados por el calor del interior y el extremo frío de la calle. Iba a ser difícil saber por dónde estábamos. Si algún pasajero no limpiaba con la mano el vidrio me iba a pasar de parada.
En la siguiente parada era mucha más gente la que esperaba para subir. No tardó en aparecer la famosa frase: “¡Un pasito al fondo que hay lugar!”, dijo el chofer mientras miraba por el espejo de arriba de él que había un hueco en el medio del pasillo.
“¿A dónde querés que nos metamos?”, gritó un muchacho que estaba en el medio del colectivo. “Se desciende por atrás”, le respondió el chofer. Desde que pusieron los colectivos con puerta atrás la gente todavía no se acostumbró a descender por ese lado.
Algunos dicen porque el colectivo arranca antes que bajen, otros por comodidad porque se sentaron cerca de la puerta delantera. No la del lado del conductor. Esa, en el hueco, suelen ir otros choferes de la línea, amigos, o la novia del chofer. Que por supuesto viajan gratis dándole charla al chofer.
Caso omiso del cartelito que prohíbe expresamente hacerlo. Como fumar por parte del chofer o escuchar la radio. Radio que esa mañana estaba sintonizada en el “Fontana Show” a un volumen alto. Para que todos los pasajeros tuviéramos la oportunidad de oír…
En ese apretuje estábamos cuando una fragancia invadió nuestras narinas. Eso era sin dudas: un pedo. Algún hijo de puta lo había soltado en medio del hacinamiento del colectivo. Las caras de todos los pasajeros manifestaban el fétido olor.
“¡Métanle nariz que se acaba rápido!”, gritó alguien del fondo y hasta el chofer se cagó de risa por la ocurrencia. Por suerte, y pese a la prohibición, de abrir las ventanillas en época invernal, algunos pasajeros dejaron renovar el enviciado aire del colectivo.
Mientras el chofer seguía repitiendo “un pasito al fondo que hay lugar”. Y alguien del fondo que decía “¿a dónde los querés meter?”. Todo parte del folclore urbano de los colectivos que ahora tienen puerta atrás y todo.
En eso el chofer comienza a parar, donde no había parada, y se arrima a la vereda. “Voy a parar a cargar gasoil”, dice mientras detenía el colectivo. Efectivamente se apeó para encarar el surtidor de YPF que estaba ubicado en la vereda. Solo el surtidor junto a la persona que lo atiende en esa plaza del barrio de Recoleta. Hasta tiene un asientito de madera y espera junto al surtidor con su guardapolvo gris y su gorra negra con visera.
Llenado el tanque reanudamos la marcha hacia nuestras ocupaciones en el centro de la ciudad. Esa que a estas horas matinales ya desborda de autos, taxis y colectivos por doquier. Un día más en la Buenos Aires de toda la vida y por donde parece que pasa todo en este bendito país.
“¡Chofer! ¡Parada!”, gritó una mujer desde la puerta de atrás. “¡Tiene que tocar antes! ¡No encima de la parada!”, le dice el chofer con un carácter de mierda. Llevando hasta la otra parada a la mujer. Y ésta la bajarse se viene caminando por la vereda hasta la puerta delantera.
“Con ese carácter te vas a quedar soltero como tu mamá”, le dice la mujer y pega media vuelta rumbo a su destino. El chofer no dice nada y arranca haciendo un gesto de que se vaya esta loca. Luego de dos cuadras grita: “¡Me dijo hijo de puta!”. El pasaje estalla en una gran carcajada. Parece que él solo no se había dado cuenta del sutil insulto de la mujer.
Cuando se fueron bajando la mayor parte de los pasajeros en el microcentro me pude sentar. Me faltaba trayecto antes de descender del colectivo. En eso subió un vendedor ambulante y comenzó a ofrecernos biromes de color azul documento. Como oferta las dos biromes venían con un anotador.
Algunos pasajeros le compraron las biromes con el anotador. Seguro que las biromes funcionarían un tiempo para luego, el comprador, darse cuenta que estaban secas de lo viejas que eran. El anotador sería el descarte de alguna imprenta. Pero el tipo se las rebuscaba para vivir. Un “busca” que le dicen.
Unas paradas antes de que me bajara subió el “chancho”. El mote que reciben los inspectores que controlan a los choferes en determinadas paradas y cuando suben, como en este caso, a picarnos los boletos. A los que tuvimos la decencia de sacarlos al subir. Otros, en el amontonamiento, viajan de colados.
Lástima que el boleto amarillo que me tocó no era capicúa, porque los colecciono. Algún día voy armar una gran carpeta con todos los boletos que tengo sacados a lo largo de mi vida. Incluso con los que me regaló mi padre del tranvía.
De ese que tengo un vago recuerdo de cuando era muy chico. De ese tiempo tengo el sonido del motor eléctrico y el característico zumbido. Muy diferente al sonido del Mercedes Benz 911 con su motor gasolero y su estruendosa bocina de aire. Claro que la municipalidad las tiene prohibidas, pero hay tantas cosas prohibidas en esta ciudad que son de uso corriente.
Al bajarme una idea surcó mi mente: el colectivo porteño es un mundo de 20 asientos. Creo que es la mejor definición para este transporte público de la ciudad de Buenos Aires en estos años que nos tocan vivir…
Mauricio Uldane
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