La niña Amalia no tuvo tiempo de reaccionar antes de que un enorme mastín de color canela, con ojos llorosos y semicerrados y los belfos cubiertos de una densa espuma blanca, se le tirase encima. Fue en la carretera Carbonera, en enero del 14, cuando Roces era aun un pueblo del extrarradio gijonés en el que las casas no levantaban más de dos pisos del suelo , las carreteras eran caleyas y los solares, huertas. Amalia García Gallego, de siete años, volvió a su casa cojeando, con la pierna derecha destrozada de un dentellazo y la espuma del perro rabioso derramándosele por la pantorrilla. Para cuando el padre, después de recorrer como alma que lleva el diablo todo el pueblo en busca del médico, llegó a la Alcaldía para informar del suceso, al mastín ya le había dado tiempo a morder a cuatro personas y unos cuantos perros más.
Eugene Damblans, Recogiendo a un perro rabioso en Cahors
Hoy no estamos familiarizados con ello, afortunadamente, pero hace cien años la presencia de un perro rabioso en la ciudad era un problema público mayor. El virus de la rabia, transmitido por la saliva que el animal infectado deposita en la sangre de aquel al que ataque, suponía una evidente amenaza para la vida humana y, aún más, para las cabañas ganaderas que, en caso de ser atacadas por un perro rabioso, podían llegar a morir en pocos días. Pero como quiera que en los humanos los efectos no se solían ver con tanta frecuencia, al menos en corto plazo (la fase de incubación, asintomática, puede llegar a durar un año entero), la concienciación necesaria para atajar aquellas epidemias era, digámoslo así, ciertamente escasa. De las cuatro personas mordidas por el mastín rabioso en Roces, sólo acudió aquel día a curarse Amalia García; dos nunca pudieron llegar a ser identificadas y la última, que pronto hallará un papel protagonista en nuestro relato, sencillamente escapó. Ulises Fernández, dedicado al vagabundeo y a las malas artes, debió temer que las autoridades indagasen demasiado en su vida si iba a pedir el suero antirrábico que el Ayuntamiento, con carácter de urgencia, acababa de pedir a Barcelona, y puso pies en polvorosa.
Ulises, claro, era una bomba de relojería andante. Sin casa ni oficio conocidos, se temía pudiera verse aquejado de repente de la encefalitis que genera la rabia y que, acometido el hombre por la locura, ocurriera una desgracia. El 14 de enero, el Ayuntamiento remitió una comunicación al Gobernador civil para ordenar su captura inmediata y evitar, así, una epidemia que, tristemente, esta vez sí que iba a extenderse con trágicas consecuencias.
Presunto perro rabioso, mordió día dos un mendigo llamado Ulises Fernández Pérez, cuarenta y cuatro años, acompañado de una mujer que presenta costras en la cara. Dícese que el recorrido acostumbrado es Oviedo, Villaviciosa, Infiesto. Convendría caso de ser habido someterle ahí a inspección suero antirrábico y trasladarle al efecto. Ruégole disponga su busca, medios conducentes.
Se le capturó, pero, a pesar de la gran actividad que tenía el consistorio gijonés para intentar cortar la inminente epidemia, las negligencias por parte de aquellos que, por mandato consistorial, debían ejecutar las órdenes políticas, fueron de tal calibre que a Ulises no se le llegó a administrar el suero antirrábico y, tras una breve tour por varias cárceles asturianas, salió en libertad.
La rabia se conocía desde tiempos inmemoriales.
El Ayuntamiento, es cierto, actuó desde el primer minuto. Aquel mastín rabioso, primer infectado de la epidemia del 14 en Asturias, fue ejecutado por el celador, Zoreda, que le disparó un tiro, enterrado y posteriormente exhumado para cortarle la cabeza y enviarla por correo, en una lata herméticamente cerrada, al instituto bacteriológico de Alfonso XII de Madrid. La respuesta tardaría un mes en llegar, cuando ya todo el mundo era consciente de que el virus de la rabia andaba suelto. El seis de enero, en el cuartón que hacía las veces de perrera municipal, uno de los perros mordidos por aquel mastín presentó síntomas hidrófobos. No haría falta ejecutarle. Lo hizo él solo: en una de las convulsiones que al pobre chucho le provocaba la encefalopatía, acabó ahorcándose con la cuerda que lo sujetaba. El Consistorio gijonés decretó, aquel mismo día, la orden por la que los agentes municipales podrían -y deberían- ejecutar por acción del veneno, con sable (!) o a tiros a todos los perros, sin excepción de razas, que vayan sueltos por la calle, con o sin bozal.
La epidemia no parecía preocupar, sin embargo, excesivamente al grueso de la población. Con pasmosa tranquilidad viajaron los marineros del vapor Estrella de Gijón, que había salido a mediados de enero de 1914 de la dársena antigua, acompañados de un perro vagabundo rabioso que, tras morder a dos tripulantes y al propio patrón, acabó muriendo a bordo. El barco viajaba a San Sebastián, donde no había alarma por rabia y, por tanto, tampoco suero antirrábico. No fue hasta su vuelta a la villa de Jovellanos que los marineros, que ya se habían deshecho, por fortuna, del cadáver del can, recibieron el medicamento.
El virus se expandió rápidamente, llegando a darse el mayor número de casos durante el verano, ya que, según la prensa de la época, los calores del estío favorecían la propagación de la enfermedad. En febrero causó el terror otro perro rabioso en Deva; en marzo, un perro de gran tamaño mordió a José Valdés, de 5 años, a Aurora González, de 12, Anita González, de 13, Bernardo Escandón, 6, Avelino Rodríguez Carrió, de 8, Joaquina Menéndez Llano, de 29, y a Román Cartes Rubiera, en su travesía por Roces, Contrueces y El Llano donde también consiguió infectar a una vaca. El Noroeste, periódico progresista con gran tendencia a buscarle las vueltas a las autoridades, cargaba las tintas contra los guardias municipales, incapaces de contener la epidemia e insumisos, en gran medida, a la orden de ejecutar a los perros sueltos. Argumentaban, dice El Noroeste del 13 de marzo, que era difícil de cumplir, porque “no hay perro en Gijón que no los conozca ya y que huyen de ellos como alma que lleva el mismísimo demonio. Era lo que les faltaba a los guardias gijoneses. Que no los pudiesen ver… ¡ni los perros!”
Pero… ¿dónde habíamos dejado a nuestro vagabundo Ulises Fernández?
Habremos de recordar bien la época en la que nos movemos, 1914, para comprender o, al menos intentarlo, las chanzas que generó la que vino a llamarse la odisea de Ulises. Así tituló El Pueblo Astur la historia tragicómica que fue la comidilla del 27 de enero, matizando: “No creas que este Ulises es el famoso padre del Telémaco inmortalizado por el más famoso Homero en su Iliada…” Aquel Ulises, al que ya hemos conocido brevemente en este relato con anterioridad, había nacido, por el contrario, en Santander, hijo de molineros pobres, y debía su culto nombre, sencillamente, a un padrino con interés por la mitología. En 1914, Ulises frisaba los cuarenta y cinco años y convivía con su particular Penélope, llamada, en realidad, Máxima. Ya sabemos lo que ocurrió después de que fuera mordido por el perro rabioso, de su búsqueda y de su paso por las cárceles. Ulises regresó finalmente al anonimato de la ciudad. Y entonces llegó el 27 de enero.
A las cinco de la tarde de aquel día, el alcalde del Llano de abajo tomaba café cuando Máxima, una humilde mujer llena de costras en la cara, aspecto enfermizo, el labio sangrante y un ojo morado, se presentó en su casa. “Mi marido está en un estado imposible, medio loco…” Ulises, aquel día, le había pegado más de lo que era habitual, que ya era; le había arrancado la camisa con los dientes, destrozó los escasos muebles de la chabola que daba techo al matrimonio y, asiendo un hacha con las manos fuertemente apretadas, amenazó con acabar descuartizándola. Recogemos la conversación de la pobre mujer con el alcalde del Llano de la crónica que hizo El Pueblo Astur al día siguiente:
- ¿Quien es su marido? -pregunta la primera autoridad civil del Llano.
- Ulises Fernández, el que mordió un perro hace días -contestó la mujer.
- ¿Ulises? ¿Mordido? ¿Loco? Nada, ese hombre rabió.
Las autoridades gijonesas, en pie de guerra. Un hombre rabioso, de gran fortaleza física, amenazaba con cometer una o varias atrocidades. Al Llano llegó el alcalde provisional, Díaz Baones, una pareja de la Guardia Civil, un sargento de Seguridad con dos números, el Inspector de serenos con dos agentes, el alcalde del Llano y, liderando la procesión, sostenida con rigor por el sargento, una camisa de fuerza para contener al rabioso. No ha quedado para la historia el nombre del primero que pateó la casa de la chabola hasta echarla abajo, pero sí la escena inesperada que vieron después: Ulises Fernández, el supuesto hidrófobo, dormía placenteramente la mona en un sucio jergón, llenando, con cada ronquido, el asqueroso ambiente de la chabola con un tufillo de aguardiente.
Thomas Rowland, Mad dog in a coffee house
Éste fue el suceso ocurrido ayer en el Llano, suceso que podría prestarse a broma -dijo El Noroeste del 28 de enero, quién sabe si olvidando, consciente o inconscientemente, el ojo morado de Máxima- si se tuviera la certeza de que las locuras cometidas por Ulises Fernández habían sido producto de una borrachera más o menos estrepitosa. Desgraciadamente no es así. Finalmente resultó que sí. Que así era. Los análisis no apreciaron rastro alguno de rabia en el poderoso organismo de Ulises, aunque sí una curda de campeonato. La historia fue tomada con tanto humor por todo el mundo que incluso el propio vagabundo acabó quejándose a El Pueblo Astur del trato recibido por los medios de comunicación. La nota salió el día 30 y, de nuevo, los malos tratos a Máxima volvían a carecer de la más mínima importancia:
Señor Director de El Pueblo Astur.
Muy señor mío: Ya que por mi desdicha y a consecuencia de un incidente de que no soy culpable, soy para algunos la regocijada nota de actualidad, sin que nadie proteste de los innumerables atropellos de que se me hizo víctima injustamente, permítame un pequeño espacio en su popular diario, para protestar del horrible miedo que por ahora, sin razón, inspiro a las autoridades y de cuantas atrocidades y verdaderos atentados a la libertad de un ciudadano pacífico se han cometido por el pobre delito de ser mordido por un perro, por ser un pobre mendigo y por llamarse Ulises.
Gracias mil por el favor, Ulises Fernández.
¿Cómo acabó todo?
En realidad, no llegó a acabar. Aun quedaban muchos años para que la rabia dejase de tener tanta presencia en España. En el caso que nos ocupa, el de 1914, la epidemia llegó a tener consecuencias trágicas. Más allá de la “simpática” odisea de Ulises, sí que hubo un afectado por la hidrofobia, que no sobreviviría para contarlo. José Díaz, un niño de 14 años, ingresó el 25 de marzo por la mañana al Hospital Provincial, con una camisa de fuerza y soltando espumarajos por la boca. Había sido mordido hacía seis meses -lo que daba cuenta de que el virus llevaba más tiempo de lo que se pensaba corriendo por ahí- y, a pesar de no haber sufrido síntoma alguno hasta entonces y habersele administrado el suero, acabó falleciendo esa misma tarde.
En verano, la situación había alcanzado tal magnitud que el Gobernador Civil lanzó nuevas disposiciones: todos los perros que fueran sin atar por la calle y sin bozal de rejilla serían enviados a la perrera, donde podrían ser recogidos por sus dueños en un plazo de 24 horas y tras el pago de una multa de cinco pesetas. Si no, serían vendidos en subasta, tras comprobarse que no estuvieran infectados, o ejecutados. Además, todo aquel can infectado debía ser muerto de inmediato por su dueño, so pena de otras cinco pesetas de multa, o por la autoridad, en caso de negarse éste; todo transeúnte recibía el derecho total y absoluto de matar a cualquier perro que le atacase por la calle y los guardias municipales asumirían, temporalmente, la responsabilidad también de laceros. En las parroquias rurales, dos guardias municipales, armados con cien cartuchos cada uno, controlarían la población canina y, en caso de matar a cualquier animal sobre el que existiera la sospecha de hidrofobia, éste sería enterrado en un hoyo de, al menos, dos metros de profundidad y a cien metros de distancia de cualquier lugar habitado. Todo un despliegue de la autoridad para una enfermedad que, aunque eclipsada por el archienemigo estrella de los españoles, la tisis, dio tanto que hablar que tendremos que volver a contar más de ella… algún otro día.