Revista Educación

Un poema para mamá

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Un poema para mamá

15 junio 2013 por Carlos Padilla

Poema
—La oscuridad se cierne sobre mí mientras los pájaros, negros sobre el árbol, pían para despedirse. No, no. ¿Cómo van a piar? Es demasiado alegre, tienen que caer muertos al decir adiós. ¡Sí! Muertos. Ya casi está.

Allí estaba yo, dando voces en medio de mi habitación compartida, cejijunto, pálido y triste. Para alegrar el conjunto, solía vestirme a diario de negro: calzoncillos y calcetines negros, pantalones negros y camiseta negra. Con una mano sujetaba un taco de folios; en la otra tenía un bolígrafo con el que improvisaba versos, versos oscuros que luego recitaba.

—¡Muerte, ven a por mí, tu olor me embriaga!

En eso, asustada por el alboroto, mi madre entró en la habitación.

—¡Niño! Deja ya esa cosa de la muerte, yaaaa. ¡A mí sí que me vas a matar, pero de un disgusto! ¿Por qué no escribes algo bonito, algo bonito para tu madre?

Dios. Nadie, ni mis progenitores, comprendía que eran años duros habitando en las tinieblas. Si alguien me preguntaba cómo estaba, yo siempre respondía que “fatal” o como mucho “tirando”. Me bastaba una pequeña gripe para meterme en la cama y languidecer durante días, esperando ver la luz al final del túnel. Daba igual que por la mañana me hubiera encontrado un billete de 2.000 pesetas en la acera; aquel día, como los demás, iba a ser una jornada aciaga. Cuando salíamos a comer a un restaurante me identificaba de inmediato con los calamares en su tinta, el arroz negro o los frijoles. Y solo bebía Coca-Cola, aunque nunca me gustó aquello de “la chispa de la vida”.

—Al mundo entero quiero dar un mensaje de amor ¿Te gusta esto mamá? Si quieres cojo también la guitarra, enciendo una hoguera, una vela y te la canto completa en el salón —le dije.

—Eso es de un anuncio. Dedícale a tu madre un poema tuyo, pero no de muertos ni de noche ni oscuridades. Algo bonito —respondió—. Si no lo haces, le cuento a todo el instituto que de pequeño te sacabas los mocos cuando estabas en la cama y los pegabas en la pared.

¡Por la Santísima Trinidad! Me tuve que sentar, empuñar el bolígrafo y ponerme a escribir como un condenado. Mi reputación estaba en juego.

—¡Mamá! ¡Oh, Mamá! Tú me cuidas ¡Oh, mamá!

Semejante truño no podía traer nada bueno. De hecho, no lo hizo. Con ese verso comenzó mi declive, una caída libre y sin freno hacia el más espantoso de los ridículos. No sé cómo sucedió, pero de la noche a la mañana dejé el instituto y me encontré subido a una tarima en el campus recitando poemas de amor, con una crisis de ansiedad y a punto de cagarme encima.

—Hoy voy a amarte / y todo eso, / aunque todo eso no es nada / sin un beso.

Menuda mierda. Todavía hoy pienso que debe haber alguien, en algún lugar de Tenerife, descojonándose para toda la eternidad a cuenta de mi recital. No me sirvió ni para pillar cacho, es más, espanté a las churris. “Mira, ahí viene el psicópata de los poemas de amor, vámonos antes de que empiece a recitar”, cuchicheaban a mis espaldas. En la cafetería, los camareros siempre me atendían el último. Vamos, que el optimismo me convirtió, en cierto modo, en un poeta maldito; abandoné una edad oscura, de muerte y destrucción, para entrar en otra aún más tormentosa de la mano del amor. Al fin y al cabo, ¿no contiene el negro todo el color?


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