Vista del cementerio civil de La Almudena. Madrid
Pues bien, en ese libro (todavía recuerdo mi encuentro con el primer ejemplar, oloroso a tinta y a papel, en el sótano de Moya y, después, mi viaje en metro desde la Puerta de Toledo hasta Diego de León, releyendo una y otra vez los poemas, acariciando la portada e imaginando cómo sería recibido por amigos y familiares...) dejé parte de mis recuerdos de adolescente empeñado en ayudar a construir una sociedad distinta, mis luchas de barrio y empresa de la pretransición... Además, tenía un atractivo especial aquella edición: el dibujo de portada, firmado por el pintor y ceramista Arcadio Blasco, que vivía en aquel momento el favor de la crítica gracias a una exposición que triunfaba en MadridDesde hace muchos años, tengo un ejemplar de aquel libro con parte de los poemas corregidos con un fino rotulador de tinta verde. Sin embargo no he podido culminar la tarea (y ni siquiera sé si podré hacerlo en el futuro) salvo en lo que se refiere a un poema: su título, "La visita". Es un poema especialmente querido en el que evoco viejas visitas, cuando era niño, al cementerio civil de Madrid, de la mano de mi padre. Eran visitas semiclandestinas, cautelosas, que tenían, para mi padre, mucho de acto civil de resistencia. Y para mí un atractivo extraño aunque sólo llegué a entender su sentid pleno muchos años después.
En junio de 1979 murió mi padre. Y un mes después, moriría uno de mis poetas de cabecera de aquella época, Blas de Otero. Los restos de ambos fueron enterrados en el cementerio civil. Durante muchos años, mis visitas a ese cementerio tuvieron dos destinatarios. Blas y mi padre.
Aquí dejo el poema "La visita". Es el único hasta ahora salvado de la impericia y de las imperfecciones de aquella época tras un largo proceso de corrección. Ojalá os haga sentir, por un instante al menos, una brizna de las emociones que a mi me llevaron a escribirlo.
LA VISITA
A mi padre. In memoriam.
No era
la rutina de una cita de trámite.
Ni siquiera
el acto tan sencillo
de cerciorarse
de que seguía allí, en el lugar exacto que ocupara
decenios atrás, con la misma inscripción
sobre la piedra.
Cruzar la verja, contemplar sin miedo
los pasadizos de tierra entre las tumbas,
respirar los cipreses, los rosales,
las yedras, los pétalos ajados, detenerse
ante los nombres grabados en la piedra
de aquellos que tuvieron
más firme el sueño,
era
un gesto resistente, un acto de la idea,
cada año y el primero de cada mes de mayo.
Mi padre, hecho de viento puro y de inocencia,
compraba los claveles
para aromar el día y la memoria y yo iniciaba
una senda entre dudas, e intuía que una verdad antigua
respiraba en las tumbas despojadas de cruz y de abalorios,
peladas como frutos mas oliendo a las flores
que habrían de crecer, invisibles semillas
que hoy flotan en el aire dibujando
un signo parecido al porvenir.
Cementerio civil de cada mayo, ciudad adormecida
bajo la noche negra del silencio y la bota,
mi padre, en sus caminos, imaginó la luz en la penumbra,
el agua entre la sed, el deseo y la vida
frente a la pesadilla tejida sobre el mapa, dueña de las ciudades,
del campo, de la niebla y los talleres...
Mi mano
recibía la herencia y algo extraño
parecía temblar en su apretón nervioso (quizá fueran
los guardias civiles en la puerta
el miedo de aquel tiempo).
Ser niño entonces era
llevar algo de ira en los tirantes y él lo comprendía.
Mi andar menudo y frágil,
mi delgadez casi de tisis,
eran el anticipo de un compromiso en ciernes
y él lo comprendía.
Tal vez por ello,
cada uno de mayo
como si celebrara el mes de los claveles
o el resurgir de la naturaleza,
mi padre me llevaba con él al homenaje
a la boca cerrada, al silencio de niebla
de un cementerio civil que quizá fuera
lugar de libertad casi exclusivo
en aquel tiempo.
Había otros, no sólo estábamos
mi padre y yo entre los cipreses.
Hombres de abrigo gris de hombros hundidos
y codos bien gastados
que con gesto furtivo y solidario
cruzaban con nosotros sus miradas
como extraños destellos
de una luz cierta y, al tiempo, clandestina,
(la presencia de los guardias civiles impedía
la formación de grupos
de más de una persona).
Y dejábamos las flores, casi siempre
la tumba preferida de mi padre
tenía por nombre y apellido Pablo Iglesias,
y, al poco tiempo, nos marchábamos.
Ahora sé que con aquella visita, que no era
la rutina de la cita de trámite,
mi padre levantaba un edificio de esperanza
en la cena en familia, como el hombre que abre
la puerta a nuevas calles y se mira, orgulloso,
en el espejo del deber cumplido
con la vida diaria y con el hijo
que nada conocía
del tiempo en que él fue joven
y había luz en las calles y la gente soñaba
y, a veces, sonreía.