Revista Cine
Han transcurrido hora y media de Un Profeta (A Prophète, Francia-Italia, 2009), quinto largometraje del consolidado joven maestro Jacques Audiard (Un Héroe Muy Discreto/1996, Lee Mis Labios/2001, El Latido de Mi Corazón/2005) y un servidor se empieza a sentir, si no aburrido, sí levemente cansado. Durante 90 minutos he estado viendo un sólido thriller carcelario sobre un semi-analfabeta joven francés de origen árabe, Malik El Djebena (Tahar Rahim), que poco a poco, sin hacer mucho ruido, ha convertido la cárcel, en la que purga una condena de seis años, en una escuela de la que va a salir "un poco más preparado".
Los elogios leídos y escuchados -que una cinta digna del mejor Scorsese o del Coppola de El Padrino (1972)- parecen a, estar alturas, totalmente despropocionados. La película, hasta este momento, no es más que un buen ejercicio de estilo dentro de un género largamente explorado en los dos lados del Atlántico. Sin embargo, en su última hora, el concienzudo desarrollo argumental de personajes y situaciones, empieza a rendir frutos. Y viene la gran escena de la cinta, una que, como bien escribió en su momento el sagaz Anthony Lane en The New Yorker, tiene atisbos de comedia chaplinesca.
Malik se encuentra en su día "libre" de la cárcel: por buen comportamiento, una vez a la semana, sale de prisión, durante 12 horas, para dizque trabajar en un taller mecánico. En realidad, Malik sale a cumplir las tareas que le encarga el poderoso mafioso corso César Luciani (espléndido Niels Arestrup), de quien se ha convertido en sus "ojos y oídos" dentro de la prisión. Ese fin de semana tiene que ir a Marbella y por avión. Malik se compra su tacuche, se peina, se rasura y, por un instante, parece gente decente. Pero sólo parece: al cruzar la línea de seguridad del aeropuerto, un guardia le pide que extienda sus piernas y sus brazos para pasar el detector de metales. Malik obedece mecánicamente, con rapidez y eficiencia. Es más: abre la boca y saca la lengua por completo frente al guardia, para que vea que no esconde droga ni armas ni nada raro. Estamos ante un momento de cine puro: esta sola imagen dice más del personaje que mucho de lo que hemos visto en los 90 minutos anteriores. Sí, Malik puede estar fuera de la prisión, pero la cárcel, sus reglas, su cultura, sus formas de vida, su "ecología", no lo dejarán nunca. Y él no se ha dado cuenta de ello.
A partir de esta escena realmente memorable, Un Profeta sube un peldaño más. Ya no estamos ante un mero thriller carcelario con influencias scorsesianas bien asimiladas -la atractiva banda sonora, el eficaz uso del freeze-frame, el mundo gangsteril de cualquier goodfella- sino ante la fascinante crónica existencial del ascenso de un joven marginal franco-árabe "mátalas-a-tientas" que, detrás de su máscara de tranquilidad y timidez, esconde un diabólico anti-héroe digno del Hammett de "Cosecha Roja" y de sus varias encarnaciones cinematográficas. Sí, es cierto, Un Profeta no es, ni de lejos, El Padrino (Coppola, 1972), pero Malik sí se da un quién vive con un Michael Corleone o con un Henry Hill en su infinita capacidad de sobrevivir, de aprender, de salir adelante.
En esta última hora vemos el rostro del joven actor Tahar Rahim trabajar horas extras: sus ojos se abren maravillados al ver las nubes desde su ventanilla del avión, sus inofensivos gestos se vuelven duros, su mirada escanea comportamientos en un simple parpadeo... La dinámica puesta en imágenes de Audiard -cámara siempre móvil, uso constante de primeros planos, anacrónica utilización del iris para encerrar a sus personajes- se fusiona con el fondo de la cinta, con ese retrato del inestable mundo cambiante y peligroso en el que Malik empieza a sentirse como en casa.
Así, después de pasar varios años en el bote, haciéndola del "corre-ve-y-dile" de Luciani -nunca aceptado por los corsos y despreciado también por los árabes-, Malik está listo para empezar a recoger sus ganancias: para cobrar todas las ofensas, todas las traiciones, todas las humillaciones que ha recibido. No se trata de vengarse visceralmente: al final de cuentas, todo es un asunto de negocios -como diría Michael Corleone- pero también existencial.
Al final, al salir de la cárcel, Malik ha encontrado -no, perdón: ha construido con sus manos bañadas de sangre- un espacio en donde es respetado y en donde se respeta a sí mismo. Tiene una nueva familia heredada, unos carrotes buchonescos que lo cuidan y los acordes de Mack the Knife -entonados por Jimmie Dale Gilmore-que lo acompañan. Dan ganas de convertirse en gangster, carajo. O, ya de perdida, de volver a ver la película.