La legitimación de la autoridad – en palabras de Weber, sociólogo alemán – es necesaria para ejercitar una violencia consensuada. Gracias al contrato social entre electores y elegidos, las élites son las titulares del poder encomendado. Existen – sigo reproduciendo el pensamiento de Max – diferentes mecanismos para legitimar el uso de la fuerza por parte de los gobernantes. Los pueblos de antaño. Pueblos bañados por las aguas del pensamiento divino estaban gobernados por representantes terrenales de las fuerzas trascendentales. Todo el periplo clásico estuvo legitimado por unos dioses sentenciadores y dueños de la moralidad colectiva. La tradición, o dicho de otro modo, la legitimación genética del poder dio lugar a la era de las monarquías absolutas. Los reyes de antes, y los reductos de ahora, eran – y son – garantes de un poder heredado por “razones” de honor y sangre. Poder, decía, protegido en las democracias actuales por los marcos constitucionales. La legitimación del poder mediante el empleo de la racionalidad reemplazó a los antiguos instrumentos legitimadores – divinidad y tradición – por los sistemas electorales contemporáneos.
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