Si fuese el dueño del Infierno y de Texas, alquilaría Texas y viviría en el Infierno. General William T. Sherman (1820-1891)
Llamadme Ismael.
En el momento en que empieza la historia que voy a contaros yo tenía dieciséis años y vivía en Transilvania. Es un pueblo muy pequeño, en principio no muy diferente de tantos como hay desperdigados por las inmensas llanuras del gran Estado de Texas: apenas media docena de casas a lado y lado de la calle mayor, que empieza en la nada y acaba en la iglesia. La iglesia está abandonada; el predicador baptista que la levantó con sus propias manos, tablón a tablón, murió hace algún tiempo. O, mejor dicho, lo mataron. Supongo que en algún momento os tendré que explicar cómo. Pero no ahora. El nombre se lo pusieron sus fundadores, un grupo de pastores de ovejas de origen rumano que aquí se asentaron, hace ya algún tiempo. Creo que era porque en su país de origen hay un sitio que se llama así, y de allá venían ellos. Todos murieron ya. Sus restos, como los del predicador, como los de mi padre, están enterrados, con una tabla por lápida, en el cementerio que hay detrás de la iglesia. El señor Dimitrescu, que regenta el único saloon del pueblo, es su último descendiente vivo. Y no habrá más, porque Dimitrescu no tiene hijos, y no está casado.
Quizá penséis que los ovejeros que fundaron el pueblo murieron en alguna guerra con los vaqueros. Así ha sucedido con frecuencia, es cierto. Ha habido muchas guerras entre ovejeros y vaqueros por los pastos, y en esas guerras, inevitablemente, los ovejeros llevaban las de perder, porque los vaqueros solían tener más hombres y mejores revólveres. Pero no fue así aquí, en Transilvania; Aquí los pastores se murieron, o bien por la brucelosis que les contagiaron sus ovejas, o bien de hambre, cuando sus ovejas murieron. Los pocos supervivientes se marcharon al Este; menos los padres del señor Dimitrescu, porque tenían el saloon. Y, mal que bien, un saloon siempre es negocio. Yo poseo las caballerizas. Si pasáis por Transilvania y necesitáis que alojen, limpien y den de comer a vuestro caballo, tendréis que tratar conmigo. Aunque, creedme, no os conviene pasar por Transilvania. Las caballerizas las construyeron mis padres, cuando llegaron al pueblo. Ellos venían de Irlanda. Mi padre murió de brucelosis, como los pastores. Mi madre no ha muerto, pero hubiera sido mejor así. No está conmigo, vive en el rancho del Comodoro Yorga. El Comodoro es el dueño de todas las tierras de pasto al sur y oeste del pueblo (las del norte y del este no, porque no son de pasto; es puro desierto). Su rancho está a una hora a caballo. Él fue quien mató al predicador, por cierto; y sí, recuerdo que os tengo que explicar cómo fue. Pero aún no ha llegado el momento. Tened paciencia. Y una última cosa que debéis saber sobre el pueblo: siempre está nublado. No importa que a unas pocas millas, en el desierto de Chihuahua, el sol brille con tal fuerza que calcina las piedras hasta que se parten. A nosotros nos cubre una perpetua nube oscura, que nunca rompe en tormenta y nunca se dispersa. Hace años que está ahí encima, asombrándonos, oscureciéndonos. Desde que el Comodoro llegó a la región. Esa nube fue de lo primero que habló el forastero, tras entrar en el saloon. Porque sí, por fin empieza la historia que quiero relataros. Y empieza así, con un forastero entrando en un saloon, un atardecer. —Parece que amenaza tormenta—dijo el forastero. Me volví a mirarle. Había ido al saloon a cenar las gachas con tocino que prepara el señor Dimitrescu. Es lo único que sabe cocinar, y son asquerosas, en parte porque les pone muchísimo ajo (y, para empezar, las gachas no deberían llevar ajo), en parte porque Dimitrescu es un pésimo cocinero. Por eso, y porque en el pueblo vive muy poca gente, no había más parroquianos en el saloon, a aquella hora de la tarde. Sólo Dimitrescu detrás de la barra y yo delante, comiendo gachas, no porque me gusten, sino porque era lo único que había. Y por otras razones. El forastero era un hombre alto y robusto, y era negro. Nunca antes había visto un negro. Vestía un viejo sombrero gris y una chaqueta de ante con flecos, pero los pantalones que asomaban por debajo de los faldones de esta eran de bluebelly [1]. Y el pañuelo que rodeaba su cuello era del mismo amarillo que la franja del pantalón, como los del uniforme bluebelly. No le vi ningún arma, pero estaba allí, seguro. Oculta bajo la chaqueta. En el lado derecho. Lo supe por la forma en que cargaba la cadera cuando caminó para aproximarse al mostrador. Pidió un whisky. Dimitrescu se lo sirvió, sin decir una palabra. —¿Quieres aprenderte mi cara de memoria? —dijo, de pronto, volviéndose hacia mí. Se había dado cuenta de que lo estaba mirando fijamente. Y al decir eso hizo que yo también me diera cuenta. —Perdone. No quería molestar… —No te preocupes, chico. Lo entiendo. Soy una novedad, y no parece que en este pueblo disfrutéis de muchas. —¿Qué le trae por esta parte del país? —Ando buscando algo. Una caravana. Debería haber pasado por aquí hace como un mes. —¿Una caravana? —Sí, ya sabes. Carromatos, mulas, hombres, mujeres, niños, cabras…Una caravana de gentes de color, que venían de Luisiana ¿La has visto? —¿Gentes de qué color? —Del mío—se señaló la cara. —Por aquí no ha pasado ninguna caravana—Interrumpió Dimitrescu. —¿Seguro? Parece la ruta más lógica si se viene de Luisiana. —¿Cómo sabe que han desaparecido? Quizá aún estén en ruta. El desierto es muy grande. —Ya hace muchos días que deberían haber pasado por Fort Worth. —¿Viene usted de Fort Worth?—pregunté. —De ahí vengo. —¿Es usted militar? —Lo fui ¿Qué estás comiendo? —Gachas. —Huelen mucho a ajo. —Están cocinadas con mucho ajo. —¿Mejoran el sabor? —No, señor. Más bien todo lo contrario. —La verdad es que son las gachas con peor aspecto que he visto en mi vida. Y no son las que más apestan, pero no quedan muy abajo en la lista. —Pues aquí no hay otra cosa para comer—dijo Dimitrescu, un poco molesto. —Bueno, entonces sírvame un plato. Algo tendré que cenar… —Sería mejor que no se quedara a cenar. Pronto anochecerá—dije yo. Ignoré la mirada con la que Dimitrescu trató de fulminarme. —Por eso precisamente debería quedarme a cenar, muchacho. Además, está a punto de llover. —No lloverá. Y a usted no le conviene quedarse en este pueblo por la noche. —Ismael…—interrumpió Dimitrescu. Le ignoré. —Monte en su caballo y márchese del pueblo antes de que anochezca. —¿Por qué? ¿Qué pasa cuando anochece? —Cosas malas, señor. Muy malas. Miré a la puerta, y al otro lado sólo vi oscuridad. Ya había anochecido. —Márchese, señor. De prisa. Pero ya era demasiado tarde. Se oyó el relincho de un caballo aterrorizado. El forastero tiró hacia atrás el faldón de su chaqueta de ante con flecos, revelando que, en efecto, portaba revólver al cinto. Un Colt Navy de cañón muy largo, como los del ejército. No lo desenfundó, pero posó la mano sobre la empuñadura, con el pulgar en el martillo. El caballo dejó de relinchar. Se oyeron unos pasos que se acercaban, y por la puerta entraron tres de los peores hombres del Comodoro. Bueno, en realidad dos, porque el tercero era una mujer, Betty la Roja. Los hombres eran Orlok y Albino Jim. Este último llevaba en la mano un cuchillo de caza ensangrentado. —¿Quién es el propietario del palomino que estaba atado junto al abrevadero? Ah, seguro que debe ser el negro. —¿Qué le ha pasado a mi caballo? —Lo acabo de degollar—dijo Albino Jim, sonriendo, mostrando así su dentadura amarilla. Sin dejar de sonreír sacó la lengua y lamió la sangre del filo del cuchillo. Próximo capítulo:
Diablos, en efecto
[1] Soldado del ejército de la unión, llamados así por el color azul de sus casacas.