Por Estefanía Ramos
Fue en esa densa mañana que el estupor de mi respiración nubló mi mirada, subió espeso hasta mis pestañas, sentí un mareo repentino y al abrir de nuevo mis párpados, el Sol salió incandescente y triunfador. Melodiosas aves revoloteaban mi andar y yo sin saber a dónde iba sólo tarareaba “in loving memory”, Alter Bridge no salía de mi cabeza, días anteriores había dormido con el reproductor encendido… pero, ¿por qué no me pasa eso cuando estudio?, cuando grabo mi voz y duermo con auriculares para entender algún tema, jamás ocurre, sólo con la música.
Llego a casa con la extraña sensación de haber dejado algo atrás, de haber estado caminando con una sombra abrumadora que trenzaba mi cabello, seguro fue un deja vu que me lanzó al 4to grado y a mi pequeño pupitre de madera y metal, ¡ja!, aquellos días, aquellas mañanas, aquellas meriendas, ¡ah qué meriendas! Pero, aún al llegar yo siento este vacío irregular, este vaso por la mitad, volteo y no hay nadie, parece que lloverá, ya ha quedado atrás el Sol de primavera, la entrañable transparencia del tributo de los vivos en el autobús. El viento no es nada normal, el cielo gris está.
Este es un día libre, un día para inventar, para explotar sin importar qué pasará… tomo unas cuerdas y las ato en la azotea en el tanque de atrás, sujeto el restante a mi cintura y sin mucha claridad corro hasta la orilla, puedo ver los techos de las casas vecinas, al perro perdido de Doña Alfonsina, a los novios fugados detrás de la cornisa, al viento soplar la ropa de María Irisar, veo al deportista de la esquina, veo a los rectos hermanos Sabina intercambiando cosas de mano a mano en silencio detrás de una cortina. Miro a la señora Titina ser golpeada por su marido, a su hija gritando tapándose los oídos, veo un abrazo de amigas, reconozco esas sonrisas, un corazón agitando su marco, un fruto cultivado, un beso frustrado, un quebranto en el canto de la sociedad, una caricia bajo la mesa, una pijamada sin razón pero con el sentido de un vendaval, con la intensidad de las gaviotas enfadadas, una entrega de piratas, una marcha de manos blancas, sonrío satisfecha y volteo hacia la parte izquierda del vecindario.
Tres niños corriendo tras salir del colegio, gritan y gritan al llegar a la bodega, salen con chupetas, enormes mochilas tiradas en la plaza, muchas palomas revoloteando al pasar los caminantes. Barquillas de fresa para María, la hija de la peluquera, vuelve rápido con su madre que despunta el cabello de Cristóbal, el actor del pueblo, el organizador de las obras de teatro, el personaje más colorido que se pasea por las calles más angostas y más altas sacudiendo sus palmas y lanzando besos efímeros al viento crispado y de elocuente dirección. Escucho a pocos metros una Mercedes Sosa a todo volumen desencadenando con furia “todo cambia”, ah, en estas tierras lejanas… Cuando decido regresar hasta el tanque con un temblor abrasivo en mis pantorrillas, me detiene una escena sin volumen, un vuelo detenido en el acto, como catástrofe sin ensayo, un disparo a pecho inesperado, una mirada de desengaño, un desencanto avisado, una decepción abismada. El doctor del barrio disparándole a su hermano que caía en su cama con sangre brotando, el doctor huye tras caer en llanto, se detiene en la puerta antes de darse en fuga eterna, y otro disparo rompe el silencio cotidiano y el chan chan de Buena Vista es detenido por Doña Matea, quien deja de menear sus caderas para gritar a todo pulmón: ¡el doctor se ha matado!
Sí, el doctor se ha matado y a desamarrar el miedo, me desato del tanque y corro, corro para ser parte de estas crónicas, segura de haber recorrido los caminos exactos y haber regalado momentos rosados a quienes me tiraron sonrisas de avestruz, abro mis brazos y me entrego al escrutinio de los pasillos del hospital y a las manos del forense.
Esta nube me sujeta suavemente.
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