Restricciones de movilidad, cierre perimetral o aforo restringido son algunos conceptos que reflejan el recorte que desde la administración se impuso a la actividad diaria y que obligaba a un aislamiento necesario de los demás. Esta lejanía obligada te protegía del Covid pero provocaba un fuerte desgaste anímico. En mi caso supuso no salir en un tiempo y luego poder dar algunos paseítos por el entorno, poca cosa esto último, pero mucho mejor que lo anterior. Para sobrellevar esas restricciones, Elvira y los niños en cuanto pudieron se vinieron a vivir a la urbanización, de modo que todo les resultara más llevadero y los pequeños tuvieran la posibilidad de salir y jugar al aire libre. Claro que no todo el mundo estaba en condiciones de hacer algo parecido, pero como la capacidad de adaptación de los seres humanos es mayor de lo que uno pueda pensar, de forma más o menos consciente, buscamos otros modos de estar en contacto y de no sentirnos lejos. Así los aperitivos del domingo en Tres Cantos se vieron sustituidos por visitas mañaneras, por encuentros en algún parque (en los momentos de confinamiento extremo, como el día de tu cumpleaños el año pasado) o por los pollos asados del tito Pacuelo, que o bien él nos traía a las distintas casas o bien en los momentos de cierta apertura nos los tomábamos en su terraza. Durante meses para ver a Carmen me tuve que conectar a los videos de sus clases (y así de paso aprendía inglés), pues no estaban permitidos los desplazamientos; desde entonces ha quedado como costumbre su llamada telefónica todas las mañanas camino del colegio, en la que me pone al día de las distintas peripecias de sus alumnos, algunas para enmarcar.
Pero esto ha sido muy largo, mucho más de lo que se nos decía en un principio y la sensación de desgaste se fue acrecentando sobre todo en las fases más agudas de la pandemia. Se notaba mucho ese desgaste en los últimos meses del año, aunque como la Navidad siempre ayuda, en este caso trajo más que nunca un rayo de esperanza. Afortunadamente, a las reuniones familiares, con aforo limitado pero siempre proclives al optimismo, se les añadía la llegada casi inminente de la vacuna, el único remedio posible contra el virus.
Sin embargo, como en el circo, esto ha sido el más difícil todavía: a principios de año la nevada de Filomena nos recluyó sin paliativos en la casa durante dos semanas, pues además de contraer el virus te podías romper cualquier hueso según estaba la calle de escurridiza y de ese modo la implantación de la vacuna se retrasaba otro tiempo más. Menos mal que la presencia cercana de los pequeños me permitía incrementar mi actividad y pasar las tardes abajo con ellos mientras jugaban; otras veces compartía tiempo con Elvira y aprovechábamos para pasear y charlar por la explanada. Pero quizá lo más variado y divertido solía llegar los viernes, cuando los chiquillos se venían a dormir y cenar con el tito Pacuelo: hacían peleíllas y jugaban a todo lo que se les ocurría hasta que se ponían como motos y había que parar porque luego no había quien los acostara. Para mí ese rato era más reconfortante que una película de los hermanos Marx.Fue en febrero cuando por fin el panorama empezó a clarear. Entonces la vacuna se convirtió en un hecho real (con buen criterio y para tranquilidad de muchos las primeras que llegaron fueron para el personal sanitario) por lo que podría decirse que hubo casi un paralelismo entre la extensión de la vacuna y los primeros brotes de la primavera. Parecía una señal inmejorable. Y fue por esos días, en una de esas tardes de viernes, cuando Raquel, boca arriba sobre la cama del cuarto del pasillo, con la cabeza cerca de la ventana, me llama y me dice: -Abuela, mira qué cielo tan bonito. No estaba la tarde con uno de esos atardeceres deslumbrantes y luminosos tan frecuentes en Madrid allá por Gredos, sino que las nubes tapaban la línea del horizonte y el gris se imponía a la luminosidad propia del momento. Me acerco adonde ella estaba y sobre nuestras cabezas descubro lo que ella veía: un enorme piélago de nubes cuyas blandas siluetas quedaban recortadas por la luz naranja del atardecer oculta en el fondo, y que en otro plano se proyectaba hacia nosotras. Producía un contraste gris y rosáceo de una belleza espectacular
Me quedé tan sorprendida......
¿Quizá era una metáfora? Era todo tan hermoso..... Ojalá, pensé.
Termino este recorrido con la gente en la calle celebrando a todo trapo el final del estado de alarma.
En el recuerdo de tus atardeceres veraniegos y con el deseo de un cumpleaños muy muy feliz