Revista Cultura y Ocio
Un recuerdo para las víctimas
María Jesús Mayoral Roche
Mi tío llevaba una carrera fulgurante, ascendió a General de División. Una fría mañana de diciembre de 1983, cuando mi tío, como todos los días, se dirigía para tomar su coche oficial; un terrorista le quitó la vida de un tiro en la nuca. Me encontraba sola en casa cuando el teléfono sonó de forma intempestiva, una vecina de mi tía llorando y casi sin poder hablar dejó escapar la palabra atentando, avisándome así de lo sucedido. Salí a la calle aturdida, me temblaban las piernas y mi cuerpo sudaba a pesar del intenso frío matinal. Tomé un taxi que me llevó a toda velocidad hasta la calle Marqués de Urquijo, entre todo el revuelo encontré a mi tía Laura, que al verme se agarró a mi cuello con una mirada impotente y el rostro sesgado por las lágrimas. Llorando me abracé a ella, de su garganta salió un lamento estremecedor. - ¡Irene, nos ha tocado a nosotras! Tirado en el suelo, recostado en el untuoso charco de su sangre, salpicado por la viscosidad de la masa encefálica desalojada por el proyectil, con el rictus deforme de una muerte violenta y los ojos apretados por el tremendo dolor del impacto; se encontraba el cuerpo sin vida de mi tío. Su guerrera caqui y sus pasadores de condecoraciones manchados de sangre, resaltaba aún más lo patético de aquella imagen; ese había sido su delito, llevar dos espadas cruzadas con dos estrellas sobre sus hombros. Ver su cuerpo convertido en el despojo de una muerte ejecutada por un animal sin escrúpulos; me producía un vómito agrio, el corazón parecía reventar mi pecho y las sienes me estallaban. Mi tía y yo, nos postramos en el suelo fundidas en un abrazo lleno de amargo dolor. Durante dos días fuimos carne de cañón de la prensa y la televisión, mientras los asesinos celebraban su triunfo a la vez que vitoreaban: ¡Un cabrón menos! La capilla ardiente se instaló en el Cuartel General del Ejército y en su patio de armas se celebró el funeral. Mientras el automóvil camino de la capilla ardiente subía las sucesivas terrazas de los jardines y tomaba las cerradas curvas, unas bilis acres venían a mi boca tragándomelas instintivamente y mi cuerpo destemplado se resentía por el brusco movimiento del coche. Mi tía, cuando pasamos ante el desnudo árbol de los "Cien Escudos", se echó a llorar mientras decía: - No volverá a ver amarillear en otoño las hojas del Ginkgo. Aquel jardín invernal, de castaños de Indias, robinias, cedros, magnolios y acacias, nos pareció desolador, enrojecido y emborronado por unas lágrimas que no cesaban. No sé cómo pudimos resistir aquella terrible tragedia. Llegaron numerosas coronas de flores de los distintos regimientos y unidades militares de toda España. La entrada a hombros del féretro cubierto por la bandera española y su gorra, al mismo tiempo que sonaba la parsimoniosa música militar, nos estremeció a mi tía y a mí. El ataúd fue portado por Gonzalo, su hermano, su padre, el padre de Almudena y dos Suboficiales muy queridos de mi tío. El halcón había sido derribado vilmente y nunca más volvería a remontar su majestuoso vuelo. El enorme, gris y frío patio de armas del Cuartel General lleno de militares uniformados de los tres Ejércitos, amigos y conocidos de mi tío sobrecogió a los presentes ante todo el ceremonial militar. La representación del gobierno fue esperpéntica; un ministro de defensa que no sabía de protocolos militares y un ministro de interior que se había convertido en los últimos tiempos en el enterrador oficial. Toda una primera fila de personajes de opereta. Tuvimos que soportar mi tía y yo, sus fingidas caras de condolencia. Colocaron la última condecoración sobre el féretro, se le rindieron honores, se echó tierra encima, condenaron enérgicamente, le subieron la pensión de viudedad a mi tía y se contabilizó una víctima más del terrorismo; así es el final de los que caen.
Fragmento de mi novela Los Castaños de Indias (Edición agotada).