Revista Cultura y Ocio
Siempre he odiado los cumpleaños. En especial, desde que he sobrepasado los cuarenta tacos. Antes también me molestaban, pero menos. Ahora me inquietan, más. En cualquier caso, son fechas muy delicadas porque los que están a tu alrededor te examinan con lupa: le veo más viejo, calvo, gordo, incapaz (casi imposible), le veo... o no le veo tan viejo, no le veo tan calvo, no le veo tan gordo, no le veo tan incapaz (casi imposible), no le veo... Para el caso, pata. En general, en esa fecha señalada y dolorosa, la familia te intenta agradar y sorprender. Los padres, suegros, cuñados, hermanos y demás amistades te llaman para darte ánimos. Las hijas se encargan de que su aita tenga una tarta gigante con muchas velas, a poder ser de chocalate, como a ellas les gusta. La media-orange –haciendo un alarde de creatividad– te coloca un papelito debajo del plato que dice algo así: vale por un taladro. ¿Un qué? Imagínense el shock que produce ese tipo de regalos. Me regalan ese aparato ruidoso, a mí que nunca he sabido hacer la o con un canuto. Un Black & Decker, nada más ni nada menos. De todos modos, he de decir que por unos instantes me he sentido como más hombre, más macho. Al fin y al cabo todos mis amigos tienen un aparato como ése (incluso más grande). Sin embargo, tras agradecer el detalle me he quedado unos instantes inquieto. Ninguna pareja hace un regalo sin segundas intenciones. ¿Cuál es el mensaje que subyace tras la máquina-hace-agujeros? Al principio, y llevado por esa frivolidad que me caracteriza, he buscado alguna conexión sexual. Pero, no. Después de mucho cavilar, pienso que es un indicación clara para que deje de perder el tiempo en blogs absurdos sobre literatura basura y me ponga a colocar en la pared los cuadros que llevan la friolera de quince años en el suelo. Claro, los cumpleaños son fechas terribles. Uno puede sufrir todo tipo de agravios por agradarle el día.