Revista Coaching
Escribo este post desde el Aeropuerto José Joaquín de Olmedo en Guayaquil (Ecuador). Esta noche vuelvo a casa después de dos semanas dando sesiones en Latinoamérica. El balance de estos diez días no puede ser más positivo. Me lo he pasado en grande sobre el escenario en más de una docena de sesiones, he conocido a gente magnífica y dejo aquí a muchos amigos a los que seguro pronto volveré a ver.
En una de esas sesiones en Chile, impartida en el III Congreso Internacional Calidad de Servicio "Personas al servicio de Personas" organizado por la Escuela de Administración de Servicios de la Universidad de los Andes , compartí cartel con Emilio del Real, Vicepresidente de Personas de LAN y con Pablo Gómez, Senior Manager de PWC. En la comida posterior pudimos compartir anécdotas de viajero frecuente y mientras Pablo contaba el enfrentamiento que había visto entre un pasajero y un tripulante de cabina en un vuelo hacía poco, me acordé de una vieja historia.
En tiempos de los samurais algunos nobles japoneses enviaban a sus hijos a escuelas donde se entrenaban para ser expertos samurais. A una de aquellas escuelas llegó un despierto joven de 13 años. Su familia, una de las más influyentes del Imperio y mano derecha del Emperador, le envió con la intención de que llegara lejos en su vida. El muchacho se entrenó muy duro en lo físico, pero con demasiadas prisas que le llevaron a olvidar la formación humana y a cometer pronto los errores propios de la inexperiencia y la irreflexión.
Al salir de la escuela volvió con su familia e incomprensiblemente traicionó al Emperador, rebelándose contra él, para tratar de arrebatarle el trono. Le retó a un duelo a muerte para ver quien debía ser el que marcara los destinos del Imperio, pero el Emperador, muy sabio, no aceptó.
Muy dolido, el inexperto samurai intentó todas las artimañas para que el Emperador luchara. Incluso llegó a insultar a los antepasados del monarca, hecho que suponía una terrible ofensa contra lo más sagrado. Pero el Emperador ni se inmutó haciendo un alarde de madurez y autocontrol. Al ver que no servía de nada, el engreído jovencito se fue enfadado.
Uno de los señores del Emperador, extrañado por su pasiva conducta, le preguntó:
- ¿Señor, cómo se deja insultar por un niñato insolente como éste?.
Y el Emperador le respondió:
- La ira es como un mal regalo. Si no la aceptas, se vuelve con quien te la ha ofrecido.
¿Por qué no empezamos a rechazar regalos de ese tipo desde esta misma noche?.