UN REGALO DEL MÁS ALLÁ
Llegué a mi cuarto muy cansado. El trabajo de aquel día había sido extenuante, y solo deseaba dormir. Me tiré sobre la cama, apagué la luz y cerré los ojos.
Casi enseguida empecé a soñar, al menos eso creí, aunque ya no estoy tan seguro…. Pudo ser también una alucinación, o algún trastorno pasajero generado por el agobiante calor. O quizás, ¿por qué no?, un milagro.
Empezaba a quedarme dormido cuando una voz grave, y a la vez muy suave, me dijo:
-No te asustes.
La voz tenía una gran calidez, y se podía adivinar que correspondía a la de un anciano. No obstante, lo insólito de aquellas palabras, brotando desde la total obscuridad, me generó gran temor.
Guardé silencio y contuve la respiración. No escuché nada más, pero con terror advertí entonces que, con discreción y disimulo, una presencia se acercaba hasta mí; se detenía un instante, y luego, sin prisa, se sentaba al borde de mi lecho. Quise gritar, pero la angustia me cerró la garganta.
– Por favor, no temas. He venido a ofrecerte un regalo- escuché claramente.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, por fin pude controlar mi miedo y contesté:
– No te conozco.
Ante el silencio que obtuve por respuesta, continué.
– No te conozco ni quiero nada, sólo vete y déjame en paz.
Entonces, serena y pausadamente, aquella voz me dijo:
– Claro que me conoces. Sabes quien soy. Y es mi tarea hacerte llegar el regalo que te ha sido concedido en virtud de lo que hiciste hoy.
– Hoy no he hecho nada especial, así que ya vete- insistí.
Aquel día había sido muy común-pensé-. Pero de inmediato vino a mi mente una situación laboral, nada ordinaria, que casi me cuesta el despido.
Esa tarde, mientras archivaba yo unos documentos, pasé muy cerca de la oficina del Ingeniero Arturo, gerente del departamento de contabilidad. Con él estaba María, que me apoyaba como secretaria en mis funciones de subgerente.
María había quedado viuda siendo muy joven y llevaba una vida muy precaria y difícil. Para pagar la educación de sus dos hijos, así como la atención médica de su madre, hacía tiempo secretamente se prostituía. Alguna vez lo había hecho incluso con un empleado de la empresa. De ello acababa de enterarse el jefe, y le gritaba en ese momento:
– No trabajarás un día más en estas oficinas. Eres una vergüenza para todas tus compañeras. Llegaste aquí recomendada por tu hermano, que fue un trabajador ejemplar, pero eso ya no importa ahora. No volverás a poner un pie en este lugar.
Yo sabía de la nobleza de María, de sus anhelos y sueños. Habíamos estudiado la instrucción secundaria en la misma escuela. Por su notable belleza siempre había sido acosada por sus compañeros, y envidiada por sus amigas. Pero ella, a pesar de la hostilidad de su entorno, había observado invariablemente una conducta intachable; y aventajaba a todos en responsabilidad, esfuerzo y disciplina.
Fue por ello que, sin la prudencia ni la ecuanimidad que yo solía mostrar, me encaminé hasta la oficina de Arturo y con firmeza le dije:
– Jefe y amigo, te conozco bien y sé que jamás cometerías una injusticia con alguien inocente. Un día un maestro, con verdadera autoridad, dijo: Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Por favor, no la acuses de esa manera, pues, si con la vara que midamos seremos medidos, bien podría ser que sus faltas no sean mayores que las nuestras. Y si tú decides despedirla, oponiéndote a la merecida consideración que muchos le hemos tenido, entonces en este mismo momento yo presento mi renuncia.
Aquello pudo haber concluido funestamente; pero, por fortuna, tuvo un venturoso final. Todo el personal, sin pretenderlo, había escuchado aquella confrontación; y, al término de la misma, espontáneamente estalló en aplausos. María, con una gran humildad y llorando a gritos, pidió disculpas a todos, prometiendo rectificar su conducta. Arturo, por su parte, se conmovió profundamente, y levantándose de su sillón me dio un abrazo. Luego, saliendo al pasillo, aplaudió la actitud unánime de todos, y le ofreció a María una nueva oportunidad.
Al recordar este asunto, me dirigí nuevamente a mi extraño visitante y precisé:
– Bueno, pensándolo bien, creo que sé a qué te puedes estar refiriendo. Pero no entiendo en qué te pueda incumbir eso; ni qué estás haciendo en mi recámara a estas horas. Además, ¡con qué derecho!; y ¿por qué habría yo de conocerte?
– Tienes razón, no me he presentado- repuso aquella voz-; pero antes de hacerlo, con el derecho que me da la autoridad de quien me envía, te diré, utilizando las divinas palabras del maestro: ¡Levántate y anda!
Entonces, una fuerza misteriosa me levantó del lecho y me puso de pie frente a aquella borrosa presencia, que también se había puesto de pie. Pero volvió a invadirme el pánico cuando advertí que mi cuerpo físico permanecía inerte y rígido en la cama. Y sin pensarlo, aturdido por la sorpresa, pregunté:
– ¿He muerto? ¿Acaso tú eres la muerte?
– No, tranquilízate. Ni tú has muerto aún; ni yo soy la muerte –contestó el anciano, cuya silueta pude ahora identificar con nitidez.
– Entonces, ¿quién eres y qué hago yo separado de mi cuerpo?
– Yo soy Nicodemo, y el cuerpo que ahora portas es el que necesitas para el viaje que estamos por emprender.
Acto seguido me pidió caminar, y como un autómata comencé a seguirlo. Me sentía muy confundido y desorientado, pero súbitamente todo se volvió luminoso, y surgió ante nuestros ojos un paraje árido y polvoriento.
– ¿Hacia dónde vamos, y para qué? -pregunté.
– Vamos a Betania por tu regalo -contestó el anciano.
Debo estar soñando –me dije para mis adentros. Pero no quería despertar, temía hacerlo; aquella experiencia era increíble, única. Y todo parecía tan auténtico, tan real.
El nombre de Betania lo había escuchado en alguna lectura del Evangelio. Porque, durante mi adolescencia y parte de mi juventud, había sido un creyente fervoroso que iba a misa y procuraba practicar las obras de misericordia. Aunque, siendo sincero, esos tiempos ahora eran tan solo un borroso recuerdo.
– Pero qué es ese regalo y quién me lo va a dar –volví a cuestionar.
El anciano no me respondió. Caminamos en silencio por veredas interminables.
Por fin, después de cruzar varios olivares y unos cuantos viñedos, llegamos a un pueblo escasamente habitado. Sus sencillas viviendas, construidas con adobe, madera y paja, lucían amorosamente ornamentadas con puertas bien pintadas, vasijas decoradas pendiendo de la pared y masetas de flores colocadas sobre las cercas.
– Ya llegamos, aquí es Betania. En este lugar me conocieron varias personas, pero debo aclararte que nadie nos espera –comentó mi guía.
– ¿Cómo puede ser eso? ¿Voy a recibir un regalo y nadie nos espera? Acláreme eso, señor Nicodemo.
– Llámame sólo Nico –me pidió afablemente el anciano. Y continuó.
– Verás. El regalo que te ha sido concedido ya lo estás recibiendo. Serás testigo de cosas que, aunque fueron escritas con detalle por el discípulo amado, sólo unos cuantos las vivieron como tú podrás hacerlo. Y, si estás abierto al misterio, quedarán escritas para siempre en tu corazón, de modo que cuando despiertes serás un hombre nuevo. Este obsequio está reservado para muy pocos, y, sin excepción, responden a un objetivo cuya naturaleza y alcance muy rara vez llegamos a comprender. Eso sí, cada obsequio es para un beneficio específico tanto del individuo como de su comunidad.
– Vamos a ver Nico. ¿Eso quiere decir que mi regalo consiste en ser testigo de lo que me has de mostrar; en tener la experiencia de lo que estoy viviendo contigo?
– Así es. Pero es necesario que sepas que tu regalo excluye cualquier interferencia en los hechos. Por tal razón, a nosotros nadie puede vernos ni oírnos.
Todo comenzaba a tener sentido. Estaba viviendo un hermoso sueño.
Sin previo aviso, Nicodemo se detuvo frente a la puerta abierta de una de las casas, y me invitó a pasar detrás de él.
– Recuerda que nadie nos ve ni nos oye, aunque sí podrían tocarnos y sentirnos –murmuró-. Por lo tanto, sé reverente, respetuoso y prudente con todos, especialmente con Él.
Dirigió entonces su mirada hacia el fondo de la habitación, y con un discreto y silencioso ademán me pidió que hiciera lo mismo.
Mis oídos no podían creer lo que escuchaban, ni mis ojos lo que veían. ¡Estábamos en la casa de Lázaro, y en ese preciso instante Jesús hablaba con él!
Nunca me había puesto a considerar cómo podría haber sido Jesús realmente. Las imágenes que conocía de Él habían satisfecho mi posible curiosidad, al menos eso creía. Pero ahora que estaba a punto de verlo, sentí temor.
Nos encontrábamos a sus espaldas. Pero, aun así, sus amplios hombros, su cabeza erguida, su larga cabellera ondulada y su blanco manto, hacían adivinar que se trataba de alguien con imponente dignidad. Por otra parte, su voz, a la vez grave y dulce; firme y rítmica; sonora y cadenciosa, revelaba en aquel íntimo espacio la majestad de un rey humilde hablando del amor a sus amigos.
Frente a Él yacían, sentados sobre un tapiz que cubría y ornamentaba el suelo, Lázaro y sus hermanas María y Marta. En la habitación imperaba un ambiente de devoción, como el que suele sentirse en el interior de un templo.
Yo contemplaba todo extasiado y curioso. No quería perderme un solo detalle. Forzaba mis ojos a ver con claridad en el fondo de la penumbra, y agudizaba mi oído para escuchar cada palabra.
– Señor –dijo Lázaro-, sabemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el esperado de los tiempos. Te amamos y deseamos servirte en cuanto esté a nuestro alcance. Dinos, pues, ¿qué debemos hacer?; lo que nos pidas, eso haremos.
Luego, María tomó la palabra y exclamó con gran vehemencia:
– Señor mío y Dios mío. Fui una gran pecadora; mi ligereza me hundió en el fango. Pero tú me liberaste de los siete demonios que me atormentaban, y ahora soy libre. Además, nos has brindado generosamente tu amistad sin importarte nuestra vida pasada, ni mis antecedentes. Dinos, por favor, ¿cómo podemos corresponder a tan gran benevolencia ?
– Doy gracias a mi Padre –respondió Jesús- por haberles revelado a ustedes estas cosas. Dichosos por haber creído. Para ustedes están reservadas hermosas moradas en el cielo. Y ¿qué deben hacer ahora que creen? Ya lo he dicho: mi yugo es suave y mi carga ligera; no se preocupen por el mañana. Cada día tiene su propia preocupación. Simplemente aprendan a estar en el mundo sin ser del mundo, y lleven la buena nueva del reino de Dios a todas partes. Ahora bien, si me solicitan reglas de conducta, un solo mandamiento nuevo les doy: Que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado. Porque, como me ama mi Padre, así los amo Yo.
Cada palabra de aquel denso mensaje había dejado un suave y nostálgico peso en el corazón de los tres hermanos, quienes se hundieron en profundo recogimiento interior y guardaron silencio. Nicodemo y yo hicimos lo mismo.
Entonces Jesús agregó:
– Vienen tiempos difíciles, en que todos mis amigos serán puestos a prueba. Muchos me abandonarán y me negarán. Ustedes, mis amigos predilectos, deberán mantenerse firmes en la fe. Cuando yo me vaya, vendrá el Espíritu Santo y les ayudará a comprender todo claramente.
– Eso vale también para ti –me dijo Nicodemo muy quedamente.
– ¿A dónde irás, para seguirte? –inquirió Marta.
– A donde Yo voy, no pueden seguirme ahora; me seguirán más tarde. Pero deben saber que me dirijo a Jerusalén, donde celebraré la Pascua con mis discípulos. Allí seré perseguido, traicionado y, finalmente, crucificado. Pero, amigos míos, no teman. Yo he vencido al mundo.
– No comprendo cómo podría ocurrirte eso –comentó Lázaro muy afligido. Yo estoy seguro que Tú vivirás eternamente, y serás Rey de reyes, y Señor de señores, como está escrito. Sin duda, yo moriré contemplando tu gloria, la gloria del Mesías esperado.
– Mi querido Lázaro – dijo Jesús, muy conmovido. Yo moriré, pero resucitaré. Porque he venido al mundo para amar a todos hasta el extremo; y nadie ama más que quien da la vida por sus amigos. Porque tanto amó el Padre al mundo, que para rescatarlo envió y entregó a su Hijo. Y es conveniente, en el plan de mi Padre, que Yo muera, para que todos sepan que Él y Yo somos uno; para que todos crean en su amor y sean salvados.
Jesús hizo una breve pausa, y enseguida agregó:
– Lázaro, sin duda contemplarás la gloria y el poder de Dios, pero mientras Yo esté con ustedes tú no morirás.
Dicho esto, Jesús se levantó y se dirigió hacia la puerta. Muy cerca de ésta, en uno de los rincones de la estancia, estábamos atónitos Nicodemo y yo. Por un momento, tuve la sensación de que Jesús podría verme, y un reverente temor me hizo bajar la mirada cuando paso a nuestro lado.
En el mismo instante en que Jesús salió, una nube de espesa bruma invadió el lugar. Y cuando ésta se disipó, apareció ante nosotros un escenario totalmente distinto. Incluso creí que, muy a mi pesar, estaba despertando. Pero no, afortunadamente no era así.
Permanecíamos en la misma casa, solo que ahora estaba llena de gente. Apenas atardecía, sin embargo, había muchas velas encendidas; y por doquier se escuchaban sollozos, rezos y un incesante cuchicheo.
Lázaro había muerto. Había muerto desde hacía cuatro días y descansaba ya en el sepulcro. Y, como era costumbre, al caer la tarde diversos grupos de amigos seguían visitando a Martha y María con el propósito de acompañarlas en el duelo, orar con ellas y ofrecerles sus condolencias.
De pronto, sigilosa y apresuradamente se presentó Marta, y le susurró a María:
– El maestro ha llegado y te llama.
Desde que Lázaro se había puesto gravemente enfermo, las hermanas, esperanzadas y llenas de fe, le habían enviado un mensaje a Jesús, en el que le decían: Señor, el que Tú amas está enfermo. Recordaban con claridad las palabras que Él le había dirigido a su hermano: Mientras Yo esté con ustedes, Tú no morirás.
Apenas escuchó que Jesús había llegado, María salió corriendo. Varios de sus amigos la siguieron, creyendo que se dirigía al sepulcro para llorar allá a su hermano.
Pero en realidad María salió al encuentro de Jesús, y en cuanto llegó a donde Él estaba, se lanzó a sus pies, y con las mismas palabras que hacía unos instantes había utilizado su hermana Marta, le dijo:
– Señor, si Tú hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.
Al escuchar los sollozos incontenibles de María, y al verla llorar a mares, Jesús, conmovido en lo más profundo de su espíritu, se estremeció, lanzó un ahogado gemido y…, y también lloró. Luego preguntó:
– ¿Dónde lo han puesto?
Y le respondieron:
– Señor, ven a ver.
Nicodemo y yo alcanzamos a oír algunos de los comentarios de los judíos que estaban ahí presentes. Algunos creían sinceramente en Jesús; otros, por el contrario, le tenían animadversión.
– ¡Cuánto lo amaba! -comentaban los primeros, al verlo tan entristecido.
– Pero si éste verdaderamente pudo devolver la vista a unos ciegos, ¿no podía haber evitado acaso que su amigo muriera? –murmuraban los segundos, con calculada indiscreción.
Jesús, haciendo caso omiso a los diversos comentarios, se dirigió a la tumba, que era una especie de cueva, cubierta con una gran piedra. Y al llegar ahí, preso de emoción, Jesús volvió a estremecerse, conteniendo el llanto, y dijo:
– Retiren la piedra.
Marta se acercó a Él para comentarle respetuosamente:
– Señor, ya hiede, pues hace cuatro días que falleció.
Jesús, con tono bondadoso y firme, abriendo los brazos le repuso:
– Marta, Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en Mí, aunque muera, revivirá ¿Lo crees tú?
Y ella le respondió:
– Sí Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que habría de venir a este mundo.
Hubo un breve silencio en que el tiempo pareció detenerse. Y Nicodemo, que no cesaba de mirarme, aprovechó la ocasión para preguntarme en secreto:
– Y tú, ¿también lo crees?
Yo asentí con la cabeza.
Enseguida, algunos de los ahí presentes, en respuesta a la petición de Jesús, llegaron hasta la tumba y levantaron la piedra. Nicodemo y yo, arrastrados y apretujados por el grupo de gente que empezó a apiñarse, estábamos precisamente a un lado de la piedra.
Entonces Jesús, sabiendo que de Dios venía y a Dios volvía, levantó los ojos a lo alto y exclamó:
– Padre, te doy gracias por haberme oído, para que todos sepan que Tú me has enviado.
Sus ojos color miel, y su mirada brillante, limpia y cándida, revelaban a la luz de los últimos destellos del sol su identidad profunda: la del Hijo de Dios hecho hombre. Sentí entonces un nudo de arrepentimientos y amor en la garganta; súbitamente renació en mi alma el más vivo fervor de otros tiempos, y de mis labios se escapó impetuosa una declaración de fe: Señor mío, y Dios mío.
Ahora era yo quien lloraba a mares.
Después que Jesús hubo hablado al Padre de esa manera, volvió su mirada hacia el sepulcro, y exclamó con voz potente, con la voz de quien sabe que tiene toda la autoridad:
– ¡Lázaro, ven fuera!
Y, cuando menos lo esperaba, un segundo antes de mi último parpadeo, me permitió ver en su divina mirada el misterio de la gloria, de la dicha sin fin y la misericordia. Luego lo escuché decir:
– ¡Levántate y anda!
Inmediatamente después, una explosión de luz cegó mi vista, y un fuego ardiente quemó mi corazón. Entonces llegaron hasta mis oídos nuevos sollozos, gritos y rezos. Pero, entre el murmullo y el incesante parloteo, pude escuchar con claridad que alguien decía:
– ¡El muerto está vivo! ¡Ha resucitado!
No podía hablar, ni ver, ni moverme, pero me extrañó que alguien exclamara con tanta sorpresa lo que era tan obvio: ¡Lázaro había sido resucitado!
Pero cuando poco a poco pude abrir los ojos y escuchar las conversaciones, lo comprendí todo.
Me encontraba en un hospital. Y hacía una hora que, después de sufrir un infarto masivo, había sido declarado clínicamente muerto. El recién resucitado era yo mismo.
Antes de tomar plena consciencia de los hechos, aún escuché que Nico me decía:
– Amigo mío, por si no lo recuerdas, hoy es tu cumpleaños. Y es verdad: hoy moriste. Pero por la misericordia de Quien es la resurrección y la vida, te ha sido concedida una segunda oportunidad. Una nueva vida para el cuerpo, y una nueva vida para el alma. Tal es el regalo que se me encomendó ofrecerte. Para obtenerlo, primero debías recuperar tu fe, y lo has hecho.
Esta noche, María, tu secretaria, elevó una oración que fue escuchada por el cielo. Oró por ti, y le dijo al Señor: ese hombre “al que Tú amas”, intercedió por mí desinteresadamente. Cuídalo y concédele una larga vida, que ese sea su regalo de cumpleaños.
Por eso llegué hasta ti. Vine a ofrecerte un regalo del más allá. Un regalo que pidió para ti alguien que, después de conocer el sufrimiento, descubrió en la mirada de Jesús un llamado, y decidió entregarse sin reserva a sus designios de amor.
Dicho esto, la voz y la tenue silueta de Nicodemo desaparecieron por completo. Pero fue hasta ese momento cuando comprendí que las últimas palabras que le escuché a Jesús, cuando me miró y me dijo “Levántate y anda”, eran también un llamado, una invitación a seguirlo, a unirme al círculo de sus amigos más cercanos.
Y recordé lo que me había explicado Nicodemo: el regalo que recibiría implicaría no solo un beneficio personal, sino también uno colectivo.
Por fin entendí todo. En mi cumpleaños había sido amorosamente elegido para disfrutar de una nueva y gozosa vida, ese era mi regalo; y el beneficio que los demás recibirían, en consecuencia, debería desprenderse de la misión que me había sido confiada. Misión que en adelante consistiría en ser, como en su momento lo fuera Lázaro resucitado, un digno mensajero de la fe, la esperanza y la misericordia.