«En la noche del 23 de febrero del
año del Señor de 1531 muere en isla Gorgona, sin voluntad de recibir
santo sacramento, aquel a quien todos conocen como El Furtivo, de nombre
Luis de Zúñiga, en el pasado soldado de fortuna y hasta ahora pagano
sin oficio conocido. Izado a seis manos llegó a mi casa, con un virote
bien entrado en el costado, herido de muerte. Nada puede hacerse por él.
Apenas tres horas después deja este mundo, sin conocérsele hijos ni
esposa, tampoco hacienda alguna, tan solo los ropajes que viste y una
vieja espada ropera. Enterrado en fosa común a las afueras del
camposanto, nadie acudió a rogar por su alma.»
Jamás habríamos oído hablar de Luis de
Zúñiga -no confundir con Luis de Requeséns, amigo íntimo de Felipe II,
pacificador de Los Países Bajos- de no ser por la casual aparición de
este documento en el que el médico Don Álvaro D’Croz certifica su
muerte. El obituario fue encontrado dos siglos después en un almacén de
la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, cuando un joven aprendiz oreaba
viejos muebles. La casualidad quiso que éste y otros documentos quedaran
en segura custodia hasta que Leandro Ruiz Guillén, erudito historiador
de la época, los catalogara debidamente, entrando a formar parte del
Archivo Histórico Provincial de Sevilla a comienzos del siglo XX. Es
allí donde María del Carmen López Ortega recupera dicho certificado de
defunción, incorporándolo a su estudio sobre Francisco de Jerez y que
años más tarde daría soporte histórico a su serie de novelas dedicadas a
la leal amistad entre el conquistador sevillano y Luis de Zúñiga.
López Ortega apenas habría prestado
atención a la figura de Luis de Zúñiga de no ser por la aparición de
tres cartas firmadas por Francisco de Jerez en las que instaba a sus
antiguos compañeros de armas en Cajamarca a hacer llegar a Luis de
Zúñiga con la mayor premura noticias sobre su salud y hacienda. El
valeroso militar se refería a él en las misivas como «aquel a quien debo
algo más que la vida». López Ortega, intrigada por esta deuda de
sangre, buscó sin éxito huellas empíricas de la existencia de este
personaje, con tan buena estrella que unos meses más tarde encontró
olvidado por insignificante aquel breve obituario. Por mucho que siguió
rebuscando entre archivos, no encontró ningún otro documento que
certificara la vida y obras de tan enigmático personaje. Fue así que
tuvo que resignarse a fundamentar su primera novela en tan exiguas
pruebas (tres cartas, no muy generosas en detalles, y un certificado
médico), reconstruyendo el resto con el arbitrio de su imaginación.
Así, Luis de Zúñiga pasó a convertirse
en aquel hijo de un herrero de Olite, que huyendo de una vida sin más
emociones que trabajar y rendir cuentas al Altísimo, llegó al sitio de
Sanlúcar, fértil población de los Medina Sidonia, y sin saber en virtud
de qué ingenio logró partir en 1514 hacia las lejanas tierras de Panamá a
bordo de la famosa armada de Pedrarias Dávila, futuro gobernador de
Nicaragua. Pese a no haber cruzado conversación alguna durante el largo y
atribulado trayecto a Las Indias, querría la graciosa fortuna que Luis y
Francisco compartieran igual destino, pero no en Panamá, sino tres años
más tarde bajo el mando de Núñez de Balboa, rumbo a Acla con tan solo
unos cientos de hombres a su mando. Dos de ellos serían Francisco de
Jerez y Luis de Zúñiga. Quiso no tanto el destino y sí la ambición de
Pedrarias y Pizarro que Balboa no llegara a alcanzar las tierras del sur
y sus soñadas riquezas, siendo a su vuelta apresado y ejecutado con
premura, quedando Luis y Francisco sin señor ni bolsa, obligados por
necesidad a ponerse a las órdenes del conquistador extremeño, rumbo a El
Birú en el año de gracia de 1524.
Dichas circunstancias son relatadas con todo tipo de detalles por López Ortega en su primera novela, Birú,
prestando especial atención a las tribulaciones del viaje y las razones
que años después llevarían a nuestros protagonistas a abandonar la
expedición y hacer fortuna por cuenta propia en tierras extrañas,
amenazados no solo por los indios, también por la grave acusación de
traición a la Corona que pesaba sobre sus cabezas. Separan 18 meses la
primera novela de López Ortega de la segunda, Rada de Tumaco, una
incursión en las aventuras de Francisco de Jerez y Luis de Zúñiga por
tierras colombianas. Nos confiesa la propia escritora su grata sorpresa
cuando unas semanas después de salir a la luz Birú, recibe una
llamada telefónica desde el mismísimo municipio de Rada de Tumaco de
alguien que dice llamarse Pedro de Zúñiga Bolaños, descendiente directo
del protagonista de sus ficciones. La sospecha deja paso al interés
cuando el supuesto pariente de Luis de Zúñiga acompaña su relato de
suculentos datos biográficos que justifican su credibilidad.
Episodio 2
(Emilio Calvo de Mora)
Documento 1 / Juan Almagro Villar,
catedrático de Literaturas Hispánicas Medievales, historiador
especializado en la etapa colonial y novelista de éxito, apremiado por
María del Carmen López Ortega, con la que comparte editor y gustos
afines ha dejado aquí una versión personal, que no omite nada de lo
consignado por el propio Luis de Zúñiga, solventando las inconveniencias
del español al uso entonces. Esta reconstrucción del texto es la
primera en la que se ofrece un dato fiable sobre su posible
descendencia.
Tiene a veces el azar la consideración
de procurarnos asombro allá donde, a la luz severa de la razón,
únicamente podemos esperar la contemplación de los vastos dominios del
tedio. Tengo yo la costumbre de apreciar en lo que valen estas
manifestaciones extraordinarias de la presencia de la divinidad. Porque
no hay otro modo de entender que yo esté aquí, a salvo del rigor de las
selvas, libre de caer en manos de indígenas belicosos, repasando la vida
que he tenido y pensando en cómo conducir la que me resta hasta que el
buen Dios me reciba en su posada y me libere de todas las pesadumbres
que todavía me torturan. Como sé que tal cosa no va a suceder, habiendo
ya más de lo que merezco, consigno aquí el desatino de mis viajes, la
locura infinita de mis pasiones. Tengo sueños que me violentan la paz de
mi espíritu y me hacen recordar la travesía que hice, el periplo infame
de mis días en estas tierras nuevas, conquistadas a fuego, saqueadas a
sangre. Ya no tomo indias. Hace tiempo que dejé de sentir la hombría de
mi condición. Me espanta recordar las mozas que ultrajé. Mi pensar
generoso me extravía de dolores (…). Guardo un astrolabio entre mis
posesiones más amadas. Ninguna otra me conforta más. Ninguna, en valor,
lo iguala. En ocasiones, cuando me puede la nostalgia, abro el cofre en
donde escondo algunas de las cosas que mi vida de aventuras me ha
entregado. De ellas, sobre las que los avaros dejarían hocicar sus ojos,
me quedo con el astrolabio. Me lo dio Núñez de Balboa cuando dejamos
atrás la algarabía de la selva, el espanto de las fieras que la pueblan,
y avizoramos el mar anchuroso y febril, el mar del sur, el infinto
manto de agua que no daba descanso a la golosa vista. Aprendí de él que
no eran tesoros lo que andábamos allí buscando. Otros se afanaban por
amasarlos, pero el afán que guiaba nuestra causa era de otra
trascendencia. No teníamos el ansia evangélica y tampoco, a lo que ahora
razono, nos animaba la ganancia de territorios. Era el mar, el mar azul
y limpio, el mar sin provincias ni batallas, ofrecido como un regalo.
Como si el mismo Dios lo hubiese creado y lo hubiese tenido a
escondidas, en espera de que los elegidos lo rescataran del silencio y
lo enseñaran al mundo para que lo adorase. Todavía hoy lo contemplo
embebecido, enternecido, como el padre que tutela el juego de sus hijos y
llora hacia sus adentros cuando brincan y ríen, como el hijo que
agradece los dones del padre.
Dejo aquí la noticia de mi rendición.
Consta en estos papeles de viejo la evidencia de haber vivido y de haber
amado. Quiso la providencia que acabara en estos parajes del norte,
donde me confundí con los indígenas e hice por ellos cuanto pude. Quizá
por borrar los desmanes que causé o quizá porque el hombre, al cabo de
sus andanzas, cuando ya flaquea el vigor de antaño, desea tomar casa,
hacer balance, cerrar los ojos de noche sin que peligre el sueño y
merecer, más tarde que pronto, la muerte inevitable, la que le conducirá
a rendir las cuentas a su Señor. Este vástago blasfemo, que ha pecado
sin pudor ni templanza, vive sus últimos días en la isla Gorgona, que lo
es por las serpientes que la pueblan en número apreciable. No imploro
el perdón de los míos, a los que traicioné. Tampoco el de los nativos,
que masacré. El de Dios no lo merezco, aunque me enseñaron en mi tierra
extremeña que el cielo existe y que no hay alma, por mezquina que sea,
que no puede entrar en él y disfrutar de la Derecha del Padre por toda
la Eternidad. El monje que cristianiza este lugar perdido no me asistirá
cuando la luz me abandone. A mi señor le ajusticiaron antes de que le
alcanzase toda la (¿gloria?) que anhelaba. Mi buen amigo Francisco de
Jerez, al que no veo nada más que en sueños, me contó que Dios escribe
en su Libro todas las cosas que haces, las buenas y las malas, y que ni
siquiera Él sabe después cómo borrar las que no interesan. Que es
mentira eso que cuentan de que los pecados se expían. Yo estoy en ese
libro. Mi nombre, Luis de Zúñiga, hijo de herrero, embarcado en busca de
fama y de riquezas, desahuciado de todo honor y condenado al infierno
en la tierra, está en letras de sangre en ese volumen celestial. Por eso
hoy, cerrando diciembre, escribo. Lo que mi espíritu anhela es que
alguien, si el bendito azar consiente que desprenda de su velo de
tinieblas estas palabras, cuente mi historia, la refiere a quien desee
escucharla y mi nombre, Luis de Zúñiga, natural de Olite, soldado de
España, no muera jamás en el polvo de la memoria de los hombres. Queda
al arbitrio de quien aspire a entender más de lo que yo alcanzo la
dudosa fortuna de explicar a los hijos que tuve, allá en donde estén,
cómo acabé aquí, desposeído de voluntad, afligido y solo, a la espera de
que la fiebre no tenga piedad y malogre esta encomienda de hechos,
transcritos con todo el esmero que me dieron los libros que leí y las
cosas que observé, volcada en estas hojas que dejaré sin custodia…
Episodio 3
(Alberto Granados)
Día de año nuevo, de hacerse promesas,
de hallar en mi corazón pensamientos nobles y propósitos de honrar a
Nuestro Señor y a nuestro Rey, que lo representa en la Tierra, pero solo
soy capaz de hallar angustia y desazón, como si Fortuna me hubiera
virado el rumbo y mirara hacia otro lado, siempre en el punto opuesto a
aquel donde su mirada pudiera encontrarme… Ya lo decía el capellán de la
nave que me trajo a estas tierras: que inútil es buscar a la Fortuna si
tan aviesa dama no desea que la encuentres. Y tal paresce que es la
verdad, si miramos lo azaroso de su encuentro desde que nascemos de
madre.
Anoche mismo escribí un memorial en el
que daba cuenta de mis angustias, de lo que mi vida ha sido y de los
equívocos derroteros que ha seguido… Tal vez, al sentir junto a mí la
certeza de la muerte, me dejé arrastrar por esa visión de mi vida, que
también ha dispuesto de momentos asaz gratos por la gracia de Dios. Pero
acostéme oyendo los cánticos de los indios y toda la noche ha sido un
hervor de sucesos extraños y a fe que sin explicación. He viajado mucho
como para pensar que sea cosa del Maligno, pero no encuentro explicación
al contenido de mi pesadilla, quizá inspirada por las artes de mil
súcubos.
En ella, alguien comunicaba lo que
escribí anoche a otras personas cuyos rostros no conseguí ver, pero que
vestían de una manera extraña. Todas ellas miraban un vidrio en que
aparecían las ideas que surcaban sus mentes, como si eso fuera posible…
En mi visión comprendí que eran criaturas de otro tiempo y en un momento
de mi sueño vi que los cristales que miraban tenían una extraña fecha
en una esquina: día de veintidós de octubre del año del Señor de dos mil
y trece. Aún ahora recuerdo con total claridad los nombres que
aparecían en mi pesadilla: Carmen López Ortega, Juan Almagro Villar,
Mariela Rapetti, mujer ésta de las tierras nuevas, Ramón Besonías,
Emilio de Mora, Miguel Cobo y un tal Alberto Granados, nombres que no sé
cómo han llegado a mi mente, ni si son de naturaleza humana o pueden
ser criaturas demoníacas… Item más, un nombre que no consigo recordar se
coló en mi sueño y aparescía constantemente… No soy capaz de decir si
se trata de árbol, persona, pez, animal de monte o simple invención de
algún demonio que desea cebarse en mi perdición…
Todos ellos se pasaban ideas sobre mí,
las comentaban jocosamente, como si las miserias que he pasado sólo
sirvieran para provocar en ellos la risa, que en ello creí ver que era
cosa maléfica, pues qué cristiano osaría ser tan poco misericordioso con
mis infortunios y malos pasos.
Mi angustia crecía al ver en mi sueños
que alguien de ese futuro había escrito dos novelas sobre mi señor, don
Francisco y sobre mí. Lo más sorprendente, un profesor ponía mi memorial
de anoche en un extraño idioma vagamente parecido al nuestro, lo que me
preocupó, pues mi escrito contiene alguna idea que no quiero que nadie
de este tiempo conozca: es tan fácil que algún dominico encuentre ideas
heréticas en cualquier cosa… Las noticias que vienen de España son para
poner cuidado en lo que se escribe y guardarlo celosamente, por eso no
consigo saber cómo los de mi sueño se pasaban mi historia y hasta la
volvían a escribir como si yo no fuera yo y no tuviera mi propio
acontecer, más malo que bueno, por la voluntad de Dios y por mis
errores…
El mal sueño, la agonía de esta noche
me hace presagiar que el año que hoy comienza no lo termine, que la
muerte o alguna otra desventura se va a cebar en mí. Pienso en esa
palabra que anoche apareció tantas veces y que no recuerdo. Tal vez
signifique algo o me ayude a encontrar la clave de este misterio, como
esas piedras a las que se atribuyen cualidades benéficas…. Pero no la
encuentro en mi mente… Tal vez… mortiza… corteza… mortaja, no, pero era
algo así… ¡Cortázar! Esa era, sea lo que sea lo que quiera decir, que no
la he oído jamás. Cortázar, tal vez sea la clave para esta presencia
mía en un mundo para el que faltan más de quinientos años. Cortázar…
¿qué querrá decir?
Episodio 4
(Mariela Rapetti, “Malena”)
Las ideas y fechas se confunden en mi
cabeza. Creo que la muerte me encontrará esta vez, o al menos eso
espero. He intentado en vano escapar de mi sino manteniendo una conducta
irreprochable, arrepintiéndome día y noche de los pecados cometidos y
alejándome de mi gente aunque me tildaran de traidor.
Mi desgracia comienza una tarde de
primavera de 1529, durante el viaje que nos llevaría a Birú. Es inútil
recordar los pormenores del recorrido hasta ese momento. Baste con saber
que vimos a nuestro alrededor maravillas jamás imaginadas, sangre y
brutalidad. Las personas que habitaban esos parajes no se parecían a
nadie que antes hubiéramos conocido. Bellos de una extraña manera,
ignorantes de todo, como bestias sin domesticar. No me aventuro a decir
que Dios estaba de nuestra parte, pero sí que sus dioses los habían
abandonado. Llegábamos y tomábamos lo que queríamos. Algunas veces eran
ellos los que lo ofrecían, con un extraño sentido de hospitalidad y
otras lo tomábamos a la fuerza.
Así fue con ella, a la fuerza. Aún
puedo recordar sus ojos de gata, su rostro moreno. A diferencia de las
anteriores, no profería gritos ni intentaba hundir sus uñas en mi piel.
Me clavó, sin embargo, su mirada llena de odio y murmuró en su lengua
las palabras que no temí entonces y hoy no quiero recordar; las únicas
palabras que pronunció hasta el momento de mi partida. Me amancebé con
ella durante un tiempo. La tuve siempre que quise. Su mirada de rechazo
me enardecía y esa fingida sumisión con la que callaba alteraba mi
paciencia, pero no había golpe o humillación que la hiciera hablar.
Cuando decidimos seguir viaje, la dejé sin miramientos, aún cuando me
dijo nuevamente aquellas palabras. Alguien las tradujo para mí: maldigo
tu nombre y a cualquiera que ose pronunciarlo; te maldigo al olvido, que
ni la muerte te recuerde.
Desde ese momento me referí a ella como
a la Maga y ya nadie me llamó por mi nombre; me convertí en el Furtivo.
Conté mi historia por siglos, tratando de hacerle trampas al destino
que ella me selló. Me ocupé de inventarme muertes e historias, de
hacerlas lo suficientemente atractivas para ser recordado aún por
méritos que no me eran propios. Hablé con un tal Cortázar una tarde,
pero la historia tomó en su pluma un giro inesperado, donde ella resultó
favorecida. Hoy escucho que otros me nombran y espero que el perdón
haya llegado por fin.
O que la maldición pase a ellos, quién sabe.
Gracias a Alberto, por editarlo. Ha sido más fácil.