Revista Cultura y Ocio
UN RETRATO EN UN DESVÁN
Lo encontraron en el desván penumbroso de la duquesa Rosario Moon, entreverado en un revoltijo amorfo de trapos de colores sanguíneos, monedas oxidadas con hedor a orín, bolsos, maletas y chaquetones de cuero raídos, fotografías arrugadas en blanco y negro y montones de enseres anacrónicos de la época de Madame Curie.
El cuadro de Sorolla mostraba a una mujer de mediana edad, rubicunda, de aires aldeanos y cabello negro corto, como una capucha ligera replegada con coquetería.
Vestía la vulgar dama, menuda y apocada, una especie de camisón de lino blanco y desfavorecedor. Estaba la desterrada obra del pintor de la luz aprisionada, sumergida en alambicados estratos de mangas de camisa, retales traperos, alambre y maromas de bajel de bucanero.
El ineficaz comisario Bancroft comenzó a desembalarlo con la impericia vergonzante del ayudante bisoño devorado por la ansiedad y nerviosismo principiante.
Furibundo y “humeante” como una vieja tetera, decidió suplirle en tan farragoso cometido su compañero de fatigas, el flemático oficial Gray.
Su rostro de gacela asustada, alargado como la sombra del ciprés, rubricado por un par de ojos negros y pequeños, como habituados al lagrimeo y la depresión, le atribuía aspecto de neófito y patoso desmañado.
Parecía acostumbrado al desplante y el dislate, así como a la ausencia de las felicitaciones por el trabajo bien hecho. Tenía su boca un rictus estrafalario permanente, desplomado y colgante, como de cera derretida que buscara la ribera de la puntiaguda barbilla.
Sus manos, sin embargo, trabajaban afanosamente desenmarañando la madeja torturada que retenía en su regazo la célebre pintura de Sorolla.
Era sangre y no tintura comercial la que embadurnaba los trapos. Era sangre y no negligentes manchurrones de pintura vertida la que salpicaba con lunares bermejos las prendas vetustas y la morralla almacenada en el rebosante arcón de plata de la envarada y elegantísima Rosario Moon.
Enhiesta como la lanza de Lancelot, contemplaba trémula, fingiendo inocencia pueril, cómo aquel par de tarugos revolvían con sus manazas inexpertas sus pertenencias. Así obraban, impunemente, con el pretexto de la resolución de un asesinato y el seguimiento de unas prometedoras pesquisas.
Fingió la noble mujer desconocer la existencia del cuadro… o en todo caso, no recordaba haberlo visto en las últimas décadas.
Su marido, Sir Peter Cunningham, coleccionaba fruslerías y antigüedades que apilaba sin orden ni concierto entre obras de arte como aquella.
Era típico de Peter, adujo con aire remilgado y servil, mientras rememoraba su deceso tres meses atrás y permitía que una lágrima furtiva resbalara por la curvatura natural de las rebosantes mejillas de un terso y espléndido cutis sexagenario.
Nunca se halló su cuerpo, saltó sagaz Gray, examinando a la viuda con indecorosa libertad.
Seguía un ritual de desenredo metódico y pausado, que no hacía sino enervar al desmanotado patán de Bancroft.
En un inopinado acceso de premura, se abalanzó sobre la obra maestra y desgarró a tirones los últimos escollos traperos que envolvían el lienzo de un modo tan diabólico.
Tan exacerbado fue su cometido que quisieron sus manos de gañán atravesar el corazón de la dama inmortalizada por el genio valenciano.
El semblante de los allí presentes demudó al más puro horror y estupefacción. El lienzo no era más que una tosca imitación, un remedo chabacano y apócrifo; una bagatela de mercadillo que ocultaba tras la espuria superficie un doble fondo.
El oficial Gray se acarició la barbilla aquilina y anunció con un deje alevoso de fatua presunción:
-¡He aquí el arma del crimen!
Bancroft no daba crédito a lo que veían sus ojos. Medio centenar de fotografías de mujeres, apuñaladas, degolladas, ahorcadas o calcinadas eran el “lecho póstumo” de una singular daga serrada manchada de sangre.
Rosalinda Moon, oronda, hermosa todavía, una ninfa añosa de rubios cabellos querubines recogidos en un moño y mirada azul, demudó de inmediato la dulzura de su semblante afable para tornarse vil y connivente.
Gray, acuclillado, se incorporó con celeridad senil, regalando unos segundos primordiales al gigantesco orangután de felpa arrumbado en un rincón del abarrotado desván.
Se le echó encima. Su cuerpo, como de cachalote de cemento, aplastó el suyo, magro, austero en vigor y musculatura.
Bancroft, cojo, cincuentón, la antonimia del hombre expedito y resolutivo, se mostró tardo e inoperativo buscando su arma reglamentaria en el interior de su gabán oscuro.
Rosario Moon se levantó la falda, una especie de cancán verde drapeado y estampado con primaverales flores amarillas, y extrajo una pistola del liguero en su muslo izquierdo, torneado y lechoso.
Bancroft, embaído por la llamada de la lascivia, quedó suspendido en una inconveniente parálisis, admirando la intimidad femenina de aquella mujer opulenta y lozana que acababa de apretar el gatillo.Una mancha carmesí estropeó la blancura virginal de su chaleco abotonado.
El sorprendido agente se desplomó como una obsoleta torre vigía. A su lado yacía Gray. Tenía una daga serrada clavada en la yugular. Habría muerto de nuevo, caviló divertida Rosario Moon, si sus ojos inertes contemplaran como el espurio orangután de felpa se convertía en el difunto Peter Cunningham.