Revista Insólito

Un rincón de la montaña palentina

Publicado el 02 enero 2025 por Monpalentina @FFroi

Nací en un pequeño pueblo de la montaña palentina, un lugar donde el tiempo parecía detenerse entre las montañas y los valles. Éramos 19 familias viviendo sin agua corriente ni luz pública. Las calles eran de tierra, y la radio y la televisión solo eran sueños lejanos que no necesitábamos. La vida era sencilla, pero llena de sentido.


JOSE LUIS ESTALAYO

DESDE MÉXICO
Un rincón de la montaña palentina
Nuestra casa, como muchas, nunca conoció cerrojos y se compartía con las vacas, las ovejas, las gallinas y los dos cerdos que nunca faltaban. En los crudos inviernos, estos animales daban su calor a las paredes y al suelo de tierra apisonada. Cada mañana, mientras el sol apenas asomaba entre los picos, íbamos al río Pisuerga con cántaros a recoger el agua fresca para el día. Aquella agua, que manteníamos fría en un botijo de barro, era nuestro mayor tesoro.
Un rincón de la montaña palentina
En invierno, el aislamiento era nuestro compañero. Las nevadas cerraban los caminos y nos obligaban a vivir con lo que teníamos. Mi abuela, siempre previsora, se aseguraba de tener vino en cubas para las largas noches frías. La escuela era un lugar pequeño, con una estufa en el centro que apenas lograba vencer al invierno. Recuerdo los juegos: saltar a la cuerda, la gallina ciega, los zancos, o rodar aros por las calles de tierra. No necesitábamos más para ser felices.
Un rincón de la montaña palentina
La comida venía de la tierra. Cultivábamos patatas, trigo, cebada, avena y centeno. Las patatas eran especiales: las grandes para comer, las medianas para sembrar, y las pequeñas para los cerdos. Abonábamos los prados con estiércol y los preparábamos para segar, cuidando que las herramientas no se estropearan con piedras o cardos. En verano, el trabajo era duro, pero la recompensa de las cosechas nos hacía olvidar el esfuerzo.
Un rincón de la montaña palentina
El trigo se trillaba en las eras bajo el sol abrasador. Con el trillo separábamos el grano de la paja, y el viento nos ayudaba a beldar. El grano, protegido en arcas, se convertía en pan en el horno de casa. El olor de ese pan recién hecho aún vive en mi memoria. 
Un rincón de la montaña palentina
El otoño traía otras tareas: recolectar leña, hojas para las ovejas y gamones para los cerdos. La matanza era un evento especial; de ella salían los chorizos, las morcillas y el lomo que nos alimentarían en invierno. 
Un rincón de la montaña palentina
Las migas, con sus chorizos y ajos, eran un banquete que nos unía alrededor de la lumbre. Los inviernos de nieve eran duros, pero llenos de rutina: alimentar a los animales, llevarlos al río, limpiar las cuadras. La lumbre era el corazón del hogar, donde cocinábamos y nos calentábamos mientras la nieve caía fuera.
Un rincón de la montaña palentina
Un día, mi abuela decidió llevarme fuera del pueblo, a un mundo desconocido para mí. Subimos a un viejo autobús por una carretera serpenteante que nos condujo hasta Cervera de Pisuerga. Fue un choque de mundos: calles asfaltadas, escaparates llenos de cosas que nunca había imaginado, gente que iba y venía con prisa. Todo era fascinante, pero extraño.
Un rincón de la montaña palentina
Cuando volvimos a nuestro pequeño rincón de montaña, sentí un alivio profundo. Allí, entre las montañas y los campos, estaba mi hogar. Podría ser pequeño y sencillo, pero era un lugar lleno de candor y vida, donde cada día tenía un propósito y cada instante, un valor eterno.
EL VÍDEO


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