El ruido en la ciudad despierta temprano. Antes de bostezar por primera vez en el día, se cuela el sonido de los carros en la autopista, el de los niños llegando al colegio, el del señor abriendo el portón para dejar salir los camiones. Tengo muchos años despertando en la misma esquina, esa que desde la ventana me muestra la escuela donde estudié, desde donde descifro el tráfico y desde la que, si tengo paciencia, se consigue un poco de quietud.
Quizá por eso desperté sin saber dónde estaba, dos horas antes de lo previsto. El sonido más fuerte que había en la habitación era la queja del ventilador y ese rumor pausado que traen las madrugadas. Un grillo o no sé qué animal cantaba afuera, pero lo hacía con una especie de melancolía, como sino le estuviera permitido subir la voz.
Había llegado un día atrás a ese lugar. Era una habitación pequeña pero cómoda, a la que le brotaba el calor de las paredes. De un lado, dos ventanas y del otro, el intento de secar mi ropa. La noche anterior había caminado hacia la plaza del pueblo para ir a la fiesta en honor al nuevo Cacique y en medio del alboroto, comenzó a llover sin descanso. No apuré el paso y volví casi a la medianoche a colgar el agite de ese día.
Me quedé mirando el despertador que sonaría dos horas después, incapaz de conciliar el sueño. El silencio se mezclaba con los rastros de ciudad que aún traía en el cuerpo y se volvía, por momentos, en una fiesta de sonidos, en el resumen de la semana; para después volver a ser un susurro. Mientras el campamento estaba sumergido en el sopor de la noche, yo pensaba en la travesía que nos esperaba al amanecer.
Un mes antes había decidido viajar hasta Canaima, ese parque nacional tan alejado del apuro de Caracas, la ciudad donde vivo. Tenía la idea clara de llegar hasta el Salto Ángel, la cascada que sin mucho esfuerzo fue catalogada como la más alta del mundo. Allí, en medio de la selva venezolana, entre ese descaro de tepuyes y sabana, el Kerepakupai Vená, como bien lo llaman, permanece impasible para todo aquel que quiera verlo y entenderlo.
Laguna de Canaima
Salto El Hacha, furioso
No quería viajar sola. Cuando sabes que te vas a enfrentar a algo grande, que pareciera que no va a caber por completo en el asombro de la mirada, tratas de buscar una certeza en la que apoyar el entusiasmo. Pero a todo intento de compañía, conseguí un no como respuesta. Cada quien va caminando por la ciudad, atado a su ritmo y sus propias querencias. Entendí que precisamente lo que haría distinto ese viaje, más allá de llegar a ese lugar por primera vez, era la garantía de que tenía que hacerlo sola. En mi morral había espacio suficiente para empacar mis emociones, mis dudas, mi aventura escondida.
Faltaba menos de una hora para que amaneciera y permanecí inmóvil en la cama. Mi mano derecha estaba reclamando a gritos una nueva dosis de analgésico, pero también la hice esperar. La tarde anterior, el guía -al que llamaré Tony- nos llevó a mí y a los otros con los que coincidí en el campamento, a caminar detrás de varias caídas de agua. Un paseo seguro si se sigue su consejo, que pone la adrenalina a mil y te hace dar cada paso como quien va conquistando la luna. Mi osadía entre las rocas y el agua terminó con un resbalón que rayaba casi en lo estúpido. Aún hoy, casi diez meses después de ese día, la mano por momentos late a su propio ritmo y circunstancia, como para ponerle un toque de drama.
Pero estaba en la habitación. Logré alistarme en el tiempo que quedaba antes que sonara la alarma que me despertaría y salí de allí para que se me pegaran en el cuerpo los últimos vestigios de la madrugada.
Era la primera vez que viajaba sólo con un morral a cuestas, botas y un impermeable como arma secreta. Eso me causaba gracia; sentía que me daba ese aspecto que llevan los viajeros que a veces me consigo perdidos en el metro de Caracas y que, sin apuro, van de un lado a otro guardando en su mochila un poco de todo lo que ven. Siempre salgo a la calle vestida de ciudad, con el cuidado de caminar sin mojarme los zapatos y, de repente, estaba allí, en ese lugar que se desanda con desenfado, donde da igual si caminas descalzo o no, o si el alma te combina con la ropa que llevas puesta. En un lugar así, el equipaje pesa menos a cada paso y contemplar la naturaleza se convierte en el verbo absoluto.
Tony pasó tocando todas las puertas del campamento. La número 14 estaba abierta y él entró, como quien pasa al patio de su casa a tomarse un café antes de comenzar el día. Me tomó la mano y la revisó sin decir palabra. Luego se rió, con esa risa que te hace entender que ha visto cien cosas peores que una mano adolorida y me hizo señas para seguirlo hasta el lugar donde nos esperaba un desayuno humeante y con sabor a arepas hechas en leña.
Caminando detrás de la caída de agua del Salto El Sapo, donde me caí
Salto El Sapo
Había una mezcla de inglés, español y francés en la mesa. En la punta, un australiano le contaba a una pareja finlandesa cómo era que llevaba cinco meses viajando, que venía de Argentina y había pasado por Chile, Perú, Ecuador y Colombia hasta que llegó a las playas de Venezuela para después recorrer parte de los llanos y terminar en la selva, con nosotros, en esa mesa. Los finlandeses le contaban, con un inglés más apurado que rápido, que llevaban nueve meses dando tumbos por el mundo -con la misma ropa, pensé- y comentaban sobre qué comida les había gustado y la que no; sobre donde hacía calor y donde frío y de cómo ahorraban cada centavo entre país y país. Al finlandés le gustaba el sabor del jugo amarillo. Le dije que era parchita y ante su cara de no entender nada de lo que le decía, busqué sinónimos como maracuyá o chinola y aunque no parecía muy interesado en el nombre, hizo nota mental y siguió narrando su travesía por el mundo como si nada más importara.
Del otro lado de la mesa, un alemán nos contaba en perfecto español cómo había llegado hasta Venezuela después de haber acumulado muchas vacaciones trabajando sin descanso. No recuerdo cuántos meses llevaba viajando, pero aún le quedaban tres y volvería a su país para el nacimiento de su hijo. Aprendió a hablar español y a bailar salsa porque vivió cuatro años en Nicaragua. En ese tiempo, América se le tatuó en el cuerpo y cada vez que puede, vuelve a ella sin remedio seducido por los paisajes, la comida y la gente. Escucharlo hablar era como una fiesta y nosotros éramos sus invitados. No le extrañó cuando le conté que soy periodista, dijo que tenía cara de serlo. No sé que cara tenemos los periodistas, que se nos puede descubrir en un desayuno, pero sé que la mía llevaba un poco de asombro ante la manera como cambia el cuerpo y la mirada cuando te alejas de lo cotidiano.
Le conté, a él y a otros dos venezolanos con los que ya había conversado por afinidad el día anterior, que estaba ahí para hacer un reportaje sobre el Salto Ángel. Me reí ante la gracia de mi propio cuento. Tan sólo llevaba un día viajando y apenas me tardaría dos más antes de volver a casa a escuchar el ladrido de mis perros y el himno nacional que cantan los niños del colegio cada mañana. Sin embargo, estaba ahí sentada en el balance justo de mis emociones, sin la prisa que lleva la ciudad, convencida que ese primer día en Canaima era lo más parecido a lo que había imaginado.
Me habían hablado mucho de la energía del lugar. Me decían que ocurre una especie de transformación en el camino que te libera, no sé si de prejuicios, no sé si de temores, pero que te libera de algo y te da cierto aire de súper héroe. De algo estaba segura hasta ese momento: tanta calma me daba el tiempo suficiente para escucharme y tener conciencia de cómo suena mi propia voz, tanto la interna, como la que dejo salir. Puede parecer un poco absurdo, pero cuando se sobrevive entre palabras, son muchas las voces dando vueltas por la cabeza y siempre llega ese momento donde una prevalece y grita silencio.
Justo después del desayuno, de un camión se bajaron varias personas más, tal y como habíamos llegado nosotros el día anterior. Hablaban muy rápido en un idioma que no alcancé a entender y que tampoco importó mucho, porque así como llegaron en medio de una conversación llena de risas, sólo entre ellos, así mismo se fueron al día siguiente sin que nos enteráramos de qué se reían. Supimos, varias horas después que entendían el inglés a la perfección, pero apenas se permitieron pronunciar una que otra frase.
Comenzamos a bordear un camino lleno de barro y piedras que Tony sorteaba descalzo, sin ningún tipo de preocupación. Al lado, nos acompañaba el sonido de un río que bajaba furioso; se llama Carrao y ya su nombre parecía un regaño. Veinte minutos más allá, nos esperaba una suerte de mirador desde donde podíamos ver el Salto Ucaima. Yo me acerqué todo lo que pude y luego retrocedí; allí el agua baja furiosa, se arremolina, grita y sigue su camino enojada, como quien va quejándose de algo que dejó de hacer y lo lamenta profundamente. Dejé el agua atrás, con ese mal carácter, y me enfilé camino arriba, junto a los otros, hasta una orilla calmada en la que nos esperaba una curiara, esa embarcación de madera que soportaría nuestro entusiasmo por cuatro horas, el tiempo que necesitábamos para llegar al Salto Ángel. Tony nos había advertido que la navegación sólo se vería interrumpida por una caminata de cuarenta minutos que debíamos hacer. No podíamos cruzar el río, porque había un tramo que se volvía malhumorado, por lo que teníamos que bordearlo caminando siempre recto, con los tepuyes como horizonte, con el sol colocado en los hombros, inclemente; con la expectativa en cada paso.
Respirar profundo era meterse a Canaima en el cuerpo. Cada minuto avanzado, era la garantía de que un poco más allá nos esperaba algo mucho más grandioso, que no se vería igual que en las fotos; que detrás de algún tepuy aparecería ese salto que era, al fin y al cabo, el único culpable de que estuviéramos caminando en línea recta sin importar la distancia, tratando de entender idiomas ajenos, riéndonos de todo un poco, compartiendo chocolate, galletas y agua.
Tony tuvo la cortesía de sentarme en la punta de la curiara para que pudiera tomar fotos sin descanso, durante las tres horas de travesía que nos esperaban río arriba. Le agradecí el gesto y traté de adoptar la forma más cómoda que encontré y que cambiaría varias veces más en el resto del camino. Mientras él remaba y comenzaba a guiarnos, me dijo que yo tenía cara de cualquier cosa, menos de periodista. Me parecía gracioso que intentaran adivinar mis días a través de mis gestos, como si el mirar con los ojos entrecerrados es sólo de médicos, o morderse los labios sólo de diseñadores. Los periodistas usamos lentes, le dije siguiendo el juego y pareció conforme. Con sus pies descalzos, atravesó la curiara y me dejó sola con el paisaje conquistándome la vista. Detrás de mí, se habían acomodado los otros diecisiete viajeros, cada uno con sus propios silencios.
El Auyantepuy, siempre de frente
No recuerdo haber visto antes algo como eso. El Auyantepuy apareció de la nada para terminar de llevarse algún sonido y sumirnos en un letargo absoluto. Los tepuyes nos arropaban y la curiara golpeaba el agua hasta con cierto aire artístico, me parecía que llevaba un ritmo que combinaba con alguna canción que iba sonando en mi cabeza. El agua fría y calida a la vez, nos salpicaba como saludando a nuestro paso. Se volvía transparente, roja. Era espejo y se veía el cielo; era profundidad y hablaba en voz baja.
Y entonces, silencio. Solo silencio con la vida entera arremolinándose en el pensamiento. Así, transcurrieron tres horas.
“En diez minutos, si miras a la derecha, vas a poder ver el salto por primera vez”, me dijo Tony para sacarme sin contemplación de lo más profundo de mis recuerdos. Me volteé para mirar a los otros y nos sonreímos como sellando un compromiso de quietud y reconociendo una energía que no sabíamos exactamente de dónde venía. El cauce del río se convirtió en curvas que, para ponerle un toque de misterio, traían una neblina incapaz de tocar el agua y que nos rozaba el cuerpo para dejarlo frío y mojado, como para despertarnos todos los sentidos.
Decidí comer la última galleta de chocolate que me quedaba y fue como un recorrido de agua caliente por todo el cuerpo. Allí, después de esa última curva, el Salto Ángel apareció lejano y con esa calma de quien está ahí esperándonos, sin aburrirse. No pude despegar la vista de la cascada, había algo en ella, una especie de magnetismo que se volvía más fuerte a medida que nos íbamos acercando, que me hacía mirarla sin descanso y descubrir que sólo la naturaleza es capaz de despertarnos hasta los recuerdos y las emociones más dormidas.
El Salto Ángel, la cascada más alta del mundo
Con Tony
El sonido del agua cayendo cubría todo el lugar y las nubes parecían apartarse para despejarnos el espectáculo. Tony me dio una mano para ayudarme a bajar de la curiara y nos concedió varios minutos de silencio, acostumbrado ya a que a los viajeros les cambia la mirada y siempre quieren más, un poco más.
La tarde cayó inclemente y el sol se fue dejándonos sólo el instinto y el sonido de la cascada como arrullo. Esa noche, el campamento se alzó en Isla Ratón, al frente del Salto Ángel. Allí, envueltos en su calma, en el medio de todo y de la nada al mismo tiempo, conseguí acomodo en una hamaca y dormí sin prisa, sin ciudad en el cuerpo y con la certeza de haber dejado en el río ciertos temores y lágrimas que ya no iba a encontrar cuando emprendiéramos el camino de vuelta, río abajo, justo al amanecer.