Nadie podía imaginarse que la política española alcanzaría la velocidad vertiginosa que ha tenido en el medio año transcurrido de este 2018. La alegría que deparó al Gobierno del Partido Popular (PP) la aprobación tardía de los Presupuestos Generales del Estado le ha durado menos que un caramelo en la puerta de un colegio. A las pocas horas de ese triunfo que parecía proporcionar al Ejecutivo fuelle suficiente para acabar la legislatura (prorrogándolos en 2019), el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) le presentaba en el Parlamento una moción de censura que resultó exitosa y apeó, sorpresivamente, a los populares del poder. Los que habían prestado su apoyo al Gobierno para aprobar esos Presupuestos no tuvieron empacho en negárselo para secundar la moción socialista, razón por la cual Mariano Rajoy, sabiéndose ya expulsado de La Moncloa, se pasó más de siete horas atrincherado en un restaurante madrileño para no tener que oír los desaires de sus exsocios parlamentarios. Lo echaron de presidencia del Gobierno sin darle apenas tiempo de guardar las fotos de su despacho. Todo tenía que transcurrir de prisa.
Y es que la cosa venía endiablada desde el comienzo mismo de la legislatura y no tenía pinta de calmarse. Los hechos se desarrollaban a velocidad de vértigo y arrollaban a cuántos se ponían por delante, incluidos los sediciosos que pretendieron declarar unilateralmente una república en Cataluña en octubre pasado, yendo a dar con sus huesos en la cárcel o haciendo las maletas del exilio. Nadie supo prever que el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, acabaría huido en Bruselas, el vicepresidente Oriol Junqueras estaría desde entonces entre rejas, varios exconsejeros de aquel govern correrían la suerte de uno y otro, según sus lealtades, y que Rajoy, en fin, recalaría en Santa Pola (Alicante) como registrador de la propiedad, su verdadera profesión tras su paso fugaz, de 35 años, por la política. Todos ellos han sido víctimas de la precipitación de acontecimientos que ha jalonado los últimos tiempos de la política española, incapaz de serenarse.
Todo se aceleró tras la sentencia del caso Gürtel, que declaró culpable, por primera vez en democracia, al Partido Popular de beneficiarse de la trama de corrupción para financiarse irregularmente, y de la consideración por parte del tribunal de la testifical del presidente del Gobierno como poco creíble. Su palabra y su partido quedaban cuestionados con el fallo judicial. Llovía sobre mojado en las sospechas que arrastraba al partido en el Gobierno con la corrupción, lo que motivó y facilitó la moción de censura de los socialistas, inimaginable aunque deseada desde el inicio de la legislatura. Unas semanas antes habíamos asistido a la dimisión de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, por el fraude en la obtención de un supuesto máster que adornaría su currículo académico sin haberlo cursado. También pudimos contemplar la confesión inaudita del exsecretario general del PP valenciano, Ricardo Costa, en la que reconocía que el partido se financiaba con dinero negro. Y hasta vimos al atildado expresidente de aquella comunidad, Francisco Camps, ingresar en la cárcel por elusión fiscal y evasión de capitales. Todo ello ha resultado letal para la formación que gobernaba el país sin más excusas que arrogándose una recuperación económica debida fundamentalmente a factores externos (financiación de la deuda soberana por parte del BCE y abaratamiento de la factura energética de la OPEP) más que a las medidas de austeridad y precariedad adoptadas por el Gobierno.
A mitad de mandato, pues, y contra todo pronóstico, se ha producido un vuelco en la gobernabilidad del país, al acceder los socialistas al sillón de mando mediante la primera moción de censura que consigue su objetivo, sin que nadie se lo esperara, ni siquiera los mismos socialistas. Pedro Sánchez, un tenaz político que se ha fajado contra sus propios compañeros de fila que lo denostaban y contra un Gobierno al que le juró que “no es no”, conseguía no sólo recuperar la secretaría general del PSOE sino la presidencia del Gobierno, por esas carambolas que el destino concede a los esforzados y testaduros inasequibles al desaliento.
Ese líder joven y ambicioso, al que todos consideraban temporal en un PSOE en sus horas más bajas, ha constituido el Gobierno más feminista de Europa, el más preparado de España y el más inestable de la democracia por disponer, en principio, de sólo 84 diputados socialistas en un Parlamento de 350 escaños. Supo aprovechar, empero, la oportunidad del rechazo unánime que provocaba el PP de la corrupción para descabalgarlo del Gobierno, tomándole la delantera a Ciudadanos, el partido que pretende liderar la derecha española y que apostaba por convocar nuevas elecciones. Ahora Sánchez deberá retener los apoyos que le brindaron la izquierda y los nacionalistas del Congreso de los Diputados para insuflar la ilusión que los ciudadanos habían perdido en la política y en la honestidad de su ejercicio.
Con sólo tres semanas en el poder y sin derecho a los cien días de gracia que suele dispensarse a todo gobierno para demostrar su empeño, el presidente socialista ha evidenciado sensibilidad con el fenómeno de la migración, autorizando el desembarco en España de los rescatados por el buque Aquarius que Italia rechazaba. Ha aprobado un Decreto-ley para suspender el consejo de administración de RTVE (la televisión pública estatal) y proceder a su renovación de acuerdo con la nueva normativa elaborada por el Parlamento. Ha manifestado su voluntad de acercar los políticos catalanes presos a Cataluña y de reunirse con el presidente de aquella Comunidad para encausar el problema catalán por vías políticas y mediante el diálogo, en el marco de la legalidad vigente. Ha prometido sacar la tumba del dictador Franco del monumento del Valle de los Caídos para reservar aquel lugar a la memoria de todos los fallecidos durante la Guerra Civily no a la peregrinación y honra del franquismo. Ha considerado que, derrotada definitivamente ETA, la política de dispersión penitenciaria podría modificarse para trasladar los terroristas encarcelados de más edad (70 años), enfermos graves y arrepentidos a cárceles del País Vasco, como muestra de normalidad de un país libre que ha ganado su lucha contra el terror. Ha devuelto el carácter universal de la sanidad española y ha suprimido algunos de los copagos farmacéuticos que afrontaban los pensionistas. Ha anunciado que no se renovarán a su vencimiento las concesiones de las autopistas de peaje. E, incluso, dado el renovado impulso que este Gobierno representa en la forma de actuar en la realidad, ha conseguido que los agentes sociales acuerden subidas salariales del 2 y 3 por ciento, que se fije como objetivo para el año 2020 un salario mínimo de mil euros y que el incremento anual de las pensiones vuelva a estar ligado al IPC. Pero hace depender de los apoyos que consiga en el Parlamento la derogación de la Ley Mordaza, la suavización o eliminación de la Reforma Laboral y hasta un nuevo acuerdo de financiación autonómica. Muchos asuntos que exigen seguir corriendo sin desmayo.
Como vemos, estos seis meses de vorágine política han sido apabullantes en acontecimientos en España. Tantos que se ha podido presenciar cosas nunca vistas anteriormente, como que el Partido Popular se embarcase en un proceso de primarias para elegir al sucesor de Rajoy al frente de la formación, al que han concurrido hasta siete candidatos. Y que un miembro de la Familia Real ingrese en prisión, también por corrupción, dejando a una infanta triste y compungida y sin hablarse con su hermano, el rey. Por ello, y como esto siga así, nos veremos obligados a exclamar aquello: "¡Cosas veredes, amigo Sancho!"