Debe de ser el efecto diurético de las arenillas que inevitablemente uno se traga cuando come moluscos bivalvos, por mucho que antes de pasarlos por la plancha se los haya sumergido en agua durante un cuarto de hora, pensé mientras miccionaba por enésima vez una tarde de temporal y, por alguna razón, el chorro amarillo pálido quebrando la superficie de la lagunita del váter trajo a mi mente la última conversación que mantuve con Marcus Wagenknecht. La última conversación con la confianza que existe entre los auténticos amigos, quiero decir.
Recuerdo que era invierno y que el río Charles estaba helado. Marcus y yo corríamos por el sendero, como terminamos por hacer cada mañana de aquel semestre. Íbamos haciendo cábalas sobre el número aproximado de cadáveres que pasarían el invierno bajo la paz de la banquisa, unos con el vientre rajado, otros prisioneros de algún tipo de lastre. Discutimos también sobre cuántos de ellos saldrían a flote en primavera, y qué porcentaje de casos sería capaz de resolver el Departamento de Policía de Boston. Una conurbación multicultural del noreste de los Estados Unidos da mucho de sí en materia criminal y un río como el Charles es tentador cuando urge deshacerse del muerto y faltan medios o ideas para buscar una solución original. Los fallos de planificación son la némesis de los malhechores, trataba de explicarme Marcus. Acabamos por coincidir en que el cine ha mitificado la actividad criminal. La mayor parte de los delitos de sangre son pura chapuza. No hay más que hojear los periódicos regionales o leer las crónicas de Capote para comprobarlo.
Íbamos bien abrigados, con mallas sintéticas, camisetas térmicas, cortavientos, guantes, gorros de lana y todo lo necesario para correr a temperaturas bajo cero. Cada palabra que pronunciábamos salía acompañada de una espesa nube de vapor. En un punto cercano a Harvard Bridge nos detuvimos y me acerqué a la orilla para aliviar la vejiga. Valiente ejercicio, dadas las circunstancias, pero ineludible. El chorro, de un color casi anaranjado en aquella ocasión, también salió acompañado de una emanación de vapor, pero no fue capaz de penetrar en la superficie helada del río. En lugar de eso, se dispersó sobre el hielo y desapareció.
Cuando estábamos a punto de retomar la carrera, Murakami pasó a nuestro lado. A pesar de que estaba harto de vernos en sus clases, en las que Marcus y yo solíamos ocupar las primeras filas y participábamos con el entusiasmo propio de los freshmen, no hizo ademán de saludarnos. Continuó su carrera resoplando como una locomotora, con la cabeza baja, los hombros tensos y los pies acariciando la grava con extraña ligereza. Decidimos seguirle y eso puso fin a la conversación. Seguir el ritmo de Murakami no resultaba ni mucho menos sencillo para dos corredores inexpertos, mal entrenados y, me atrevo a decir, un poco perezosos, como por aquella época éramos Marcus y yo. Concentrados en el esfuerzo, tampoco pudimos dedicar la atención que hubieran merecido las colas de caballo que se balanceában en las espaldas de las rubias que íbamos adelantando. Doradas coletas que se movían con la precisión de un péndulo dos cuartas por encima de redondos pares de nalgas que miraban al cielo como si quisieran saludar a los bandos de barcaclas canadienses que volaban formando uves. Marcus solía utilizar el término “diosas” para referirse a ese tipo de chavalas inalcanzables. Lo cierto es que nos impresionaba el aire de divinidad que les otorgaba el gesto indiferente, la zancada elástica y, sobre todo, esos pares de nalgas firmes de perfección casi esférica. “Son redondos como bolas de cristal. Si pudiéramos poner las manos sobre ellos, conoceríamos el futuro”, le dije a Marcus.
Mi compañero me explicó que Murakami no se calzó unas zapatillas deportivas hasta bien entrado en la treintena y que lo hizo para conocer el dolor y hacerse cargo de él, de modo que pudiera obtener la fortaleza necesaria para salir a flote desde el fondo de la sustancia venenosa de las historias en que, como escritor, debía sumergirse. Porque sin veneno, me dijo, no hay historia que merezca la pena. Le di la razón y volví a pensar en los cadáveres congelados en el Charles y en los ponzoñosos relatos que debía de haber detrás de cada uno de ellos. Pensé luego que el rostro del japonés que desafiaba el dolor era tanto o más impenetrable que las caras de las bellezas del campus, impenetrable y esquivo como los rostros de esos adolescentes inadaptados y en contacto con lo sobrenatural que transitan por algunas de sus novelas. Kafka en la orilla, por ejemplo.
Al final tuvimos que bajar el ritmo. Murakami se fue distanciando y acabó por perderse en uno de los recodos boscosos del camino. Volvimos al college a trote cochinero y cuando llegamos allí estaba otra vez Tigre, el staffordshire terrier que nos ladraba cada vez que nos veía, o más bien nos olía llegar, empapados en sudor. Cada día nos ladraba con más rabia y nos enseñaba los dientes, y el imbécil de Donny apenas era capaz de sujetarlo. Hay que ser estúpido para tener un perro con un potendia de mordida de 200 libras, llamarle Tigre y no tener el menor control sobre él.
De algún modo, aquel semestre en que sufrimos a Tigre y conocimos a Murakami y a las diosas rubias de los senderos del Charles marcó la dirección que luego tomarían nuestras vidas. Marcus se convirtió en el doctor Wagenknecht, dejó el tabaco y, con ello, se libró del nicotínico velo amarillento que le cubría los dientes y las yemas de los dedos. Se compró un iPod, una funda para fijarlo al brazo y unos auriculares, y se puso a entrenar en serio, hasta hacerse corredor de maratones primero y de carreras de ultrafondo después, en busca de ese “lugar de paz” que, según él, encotraba más allá del dolor. Años más tarde supe que había dejado a su mujer y a sus dos hijas, había abandonado la universidad y trabajaba por su cuenta como enterenador personal.
La última vez que lo vi me costó reconocerlo, con el rostro chupado y un brillo en los ojos que nada tenía que ver con la mirada que yo recordaba. En la breve conversación que mantuvimos mencionó muchas veces la palabra “felicidad” y también la palabra “autorrealización”, o algo parecido. Me dijo que seguía corriendo maratones y carreras de cien kilómetros. “Siempre sospechamos que no moriríamos jóvenes. Ahora sabemos también que, al menos tú, tampoco harás un bonito cadáver. Serás un guiñapo de tendones deformados debajo de una lápida”, bromeé. “Sí – me contestó –, y ya tengo pensado el epitafio: At least he never walked. Es de Murakami, lo leí en una entrevista“. Eché de menos la carcajada sonora con la que mi viejo amigo Marcus habría acompañado una respuesta de ese tenor. Nos despedimos. Cuando el taxi arrancaba, bajó la ventanilla y gritó: “¡Cinco! Cinco fueron los cadáveres que la policía recuperó del río aquella primavera. Está en la hemeroteca digital del Boston Globe”. Traté de buscar una respuesta, pero cuando la encontré el tráfico ya se había tragado el automóvil en el que Marcus Wagenknecht iba camino del aeropuerto.