Revista Literatura
Bienvenido, bienvenida, gracias por leer este artículo, que ya han sido muchos sobre lo mismo. Se lo agradezco profundamente. Me había prometido no hacerlo, que todo quisqui, y hasta todo kichi, ha escrito ya del tema, que me apuesto lo que sea a que la palabra chalet ha sido la más repetida en las tertulias, en la prensa, en los informativos y hasta en las barras de los bares de las últimas semanas. Gano la apuesta, seguro. Me lo prometí, sí, que ya se han dicho muchas cosas, puede que demasiadas, y ser originales a estas alturas, escribir algo lo suficientemente imaginativo, ocurrente, diferente o yo qué sé me parece ya harto complicado, por no decir imposible. Y es que las plumas más brillantes –gran expresión donde las haya-, y no estoy hablando de aves, se han ocupado ya del asunto, han empleado su sabiduría y sapiencia, y hasta los articulistas más bendecidos se han inventado nuevas palabrejas para explicar el asunto o para, simplemente, aportar ese granito de ironía o inventiva que se nos exige. Pero yo no estoy bendecido, vaya. Y eso que la playa, cualquier playa, la de Fuengirola o la que encontraron bajo los adoquines de aquel mayo sesentero y francés, esta repleta de granitos de arena, como bien dijo San Agustín, y puede que me esté confundiendo de elemento y hasta de santo. Sin embargo, no puede evitarlo, el deseo me puede, como a un estudiante le puede saltarse la clase de Derecho Procesal para disfrutar de una fiesta de la primavera, con sus barriladas y demás adornos. Y no lo hago por los dos personajes principales de todo el embrollo, Pablo e Irene, Irene y Pablo, como tampoco lo hago por todo el jaleo montado, o porque se vote como si fuera un asunto de crucial importancia, no, de verdad que no, aunque puede que sí, que tiene su cosilla, no seré yo el que lo niegue. Lo hago, principalmente, porque durante las últimas semanas hemos recuperado para nuestro vocabulario una palabra que me fascina: chalé o chalet, escoja.Chalet, chalé, que era el gran Dorado de la clase media antes de que los adosados, los dúplex y los loft se adueñaran del paraíso inmobiliario. En esa España acampanada, tardofranquista y greñosa de los setenta los chalets eran el sueño de ladrillo al que muchos aspiraban, pero que muy pocos conseguían. Chalet con piscina y mesa de ping pong, con barbacoa de obra, setos altos e intrigantes, pastoresalemanespermanentemente cabreados y porches con tintineo de copas. Recorrer esa avenida del Brillante de mi infancia en Córdoba, y descubrir esos coches fabricados allende las fronteras, con sus aires acondicionados y motores turbo. Contemplar desde el autobús el rosario de mujeres de la limpieza, siempre mujeres, saliendo de aquella legión de chalet fortificados con las bolsas de plástico de las tiendas caras del centro en donde guardaban el uniforme o la bata de tela. Esas bolsas de esas tiendas que, como el chalet, no estaban al alcance de cualquiera, y que exhibirlas ya era un elemento de significación social. Recuerdo la primera vez que entré en uno de esos chalet y de pronto me vi ante ese manto verde que yo solo creía posible en un campo de fútbol o en unos jardines públicos. Qué fresquito, blandito y qué verde era ese césped, perfectamente recortado, como si un barbero se hubiera ocupado del asunto. En ese chalet había bodega, con cientos de botellas, y rifles y escopetas y cornamentas y cabezas disecadas de animales, y cortacésped, y varias motorettas, y una secadora, la primera que veía en mi vida, y vídeo y yo qué sé cuántas cosas más. Cosas que yo trataba de convertir en dinero y la cuenta no me salía: nadie puede tener tanto dinero, me respondí, incrédulo. Los adosados han sido a los chalet lo que las piscifactorías al salmón salvaje, el de verdad, el que costaba un riñón y parte del otro: la socialización de un producto que solo estaba al alcance de unos pocos. Tal vez por eso han tenido tanto éxito, porque en cierto modo, aunque en versión achuchada y casi low cost, el poseer un adosado ha sido algo parecido a cumplir el sueño, o al menos acariciarlo. Pablo Iglesias prometió el cielo a sus votantes y en esa promesa puede que se colara, aunque solo fuera subliminalmente, la consecución de un sueño íntimo. Puede que para algunos un chalet sea al cielo, lo que las piscifactorías al salmón: un sueño posible.