No es que fuera asustadizo, pero sí realista. Era consciente que había alcanzado esa edad en la que, en cualquier momento, un quiebro en la salud, más indeseado que improbable, podía cercenar su porvenir de esperanzas y proyectos. Y aunque presumía de obstinado optimista por naturaleza, aquellas toses recurrentes y la prueba que el especialista le había solicitado, lo obligaron a adivinar nubarrones en su vida y prestar atención a las señales de fatiga que su organismo comenzaba a enviar cada vez con más frecuencia. Salió de la consulta con el susto nublando sus ojos, pero con el propósito de no dejar que afectara a sus hábitos cotidianos y menos aún que lo percibieran su familia y amistades. Se lo guardó en su mente como solía con las malas noticias, hasta que no hubiera más remedio que reconocerlas. Ni siquiera su mujer, que finalmente le acompañó a la prueba, tuvo posibilidad de descubrir en sus palabras y comportamiento algún indicio del temor que anidaba en su interior y que, a veces, lo desvelaba por las noches, cuando los pensamientos vagan porla oscuridad sin que la voluntad pueda sujetarlos.
Tuvo que aguardar dos meses para que el especialista le informara del resultado de la prueba. Dos meses de un terror secreto que se alimentaba de la espera y la incertidumbre del diagnóstico. Y como todas las personas que se ven atormentadas por una enfermedad repentina, buscaba razones para esa mala suerte que arbitrariamente pudiera golpearlo en la peor de las alternativas, confirmando las sospechas del médico y los augurios que no podía ignorar. Aquel optimismo innato con que afrontaba hasta entonces los contratiempos parecía haber sido doblegado por la inevitable probabilidad de la fatalidad, justamente cuando más lo necesitaba. Ninguna distracción lograba aliviar una pesadumbre que lo devoraba por dentro sin borrarle la sonrisa de los labios. Era su manera de ser: fuerte por fuera y débil por dentro, una careta de valentía que disfrazaba a un tímido acobardado.Por eso, cuando llegó el día de enfrentarse a la verdad, le sudaban las manos y el corazón aporreaba su pecho. Llevaba el periódico arrugado de amortiguar una intranquilidad que sólo él percibía y un móvil cómplice en el bolsillo por si tenía que implorar esa ayuda que hasta entonces creía innecesaria. Se sentó en el borde de la silla con la despavorida sensación de un condenado que aguarda el castigo. Durante los minutos, que le parecieron eternos, en los que el facultativo consultó en el ordenador su historial médico y el informe de la prueba, él se entretuvo en observar el frío y desangelado habitáculo de la consulta y la cara inexpresiva de la enfermera, indiferente a las angustias de los pacientes que diariamente pasaban por allí.Y en el preciso instante en que el médico le comunicó que nada maligno se había detectado en la prueba, él recobró su tenaz optimismo. Abandonó aquella habitación blanca e impersonal con la ligereza de quien ha sido liberado de un peso enorme y con la impaciencia del que no quiere malgastar más tiempo en temores inútiles que nada resuelven. Envió a su mujer un mensaje que ella estaba acostumbrada a recibir: “no problem”. Y respiró tranquilo. Todo había un susto. Un susto que él se había tomado demasiado en serio.