Estaba camino al aeropuerto a las seis de una mañana de domingo nublada. Era la primera vez que viajaría a Los Roques en una avioneta pequeña, de esas que llevan nueve pasajeros y no había nervios de ningún tipo. Ya hace dos años, había volado en una más pequeña aún durante hora y media para llegar a Canaima, así que estos 35 minutos de recorrido eran casi un suspiro.
Embarcamos puntual.
La avioneta despegó sin premura y se elevó lo suficiente como para tener una visión amplia de ese pedacito de La Guaira que ya íbamos a comenzar a dejar atrás. Pero de repente una sacudida a menos de dos minutos de elevarnos, sumada la cara de asombro del piloto, nos hizo saber que algo no estaba bien. No sólo lo supimos de inmediato, si no que lo sentíamos en el ruido del motor, de las hélices, de los nervios ya puestos en el volante y de ese llamado a Maiquetía que nos hizo dar la vuelta con dificultad y con un recital de las mejores oraciones que cada uno se sabía. Aterrizó con delicadeza, como si nada hubiera pasado un minuto atrás. Nos bajamos de la avioneta, como quien se baja de nuevo a la vida. “¡Qué susto!” era lo único que se escuchaba y atrás la risa nerviosa, el estómago cerrado y la pregunta en el aire: “¿A qué hora nos vamos?”
Los venezolanos tenemos la particularidad de sacar un chiste hasta de las peores situaciones. Tres horas después ya nos estábamos riendo de nosotros mismos, esperando otro vuelo por casi seis horas; otra avioneta, otra suerte. Y así fue.
Aterricé ayer en Los Roques con el sol de media tarde, con la brisa como bienvenida y dándole gracias a Dios por un vuelo tranquilo. Nunca había estado aquí un domingo, nunca me había quedado en el Gran Roque -la única isla poblada y donde están todas las posadas- caminando por sus calles de arena, viendo a los turistas llegar rojos como camarones después de haber pasado parte del día en uno de los cayos; o un juego de dominó en la puerta de alguna casa.
Esas calles parecen una fiesta. A cada paso, una música distinta. Caminan descalzos, manejan bicicletas, los niños corren y juegan fútbol mientras el agua y todos sus azules posibles juegan en la orilla con las lanchas, los pelícanos y los guanaguanares.
La tarde se fue sin prisa, pero con el sol tímido. Una cena copiosa y caliente nos esperaba en la terraza de la Posada Arrecife, que es lugar donde me estoy quedando. Robert, el chef, se esmeró con una porción de pasta que sabía a gloria; un filete de Peto -un pescado- sobre puré de papas y un quesillo de coco que había hecho esa misma tarde.
Cuando se hizo de noche, ya muchos habían escuchado el cuento de la avioneta con cara de asombro, como si al contarlo borraríamos el recuerdo y los vestigios de susto que aún quedaban pegados al cuerpo. Así que desembocamos en Café Arrecife, donde en la tarde nos habían brindado unos Mojitos, y bailé descalza sobre la arena con la música de Dj Drama Mix hasta el borde de la medianoche. Me dio risa saber que el Dj, también era lanchero, el mismo que hoy me llevará hasta Cayo de Agua a pasar el día.
Eso lo cuento al regreso.