Ilustración de la artista coreana Puuung
Nada hay comparable a la bendición de un hogar en calma. Es algo tan precioso e inestable, tan frágil, que aparece a retazos, en capítulos aparte. Y es cuando se presenta en su maravillosa hondura que acariciamos nuestra genuina esencia. Entiendo la falta de hogar como la desposesión más severa. Incluso la mala salud puede ser razonablemente tolerada si es acogida en un entorno propio, íntimo y amable, cosa improbable cuando se carece de techo.
El hogar, aunque no podamos hacer de él una réplica exacta de nuestro ideal, siempre nos devuelve el eco de nuestro interior, refleja nuestra cohesión y nuestra ruptura. Nos invita a la restauración de lo fragmentado, desde el espejo recóndito de nuestro misterio. Orden y desorden, algarabía y silencio, alegría y llanto, celebración y anhelo, impulso, abrazo, camino de ida y vuelta, salto, visión y ceguera, inspiración y alimento. Lugar más que ningún otro donde la paz busca asiento y reposo. Y cuando la paz que habitó la casa está herida, no se marcha; se acurruca temblando en cualquier parte, esperando siempre; un guiño, un resquicio para sanar y calentar paredes, para derretir el hielo, para recordarle al corazón la primera canción que escuchó: la de la sangre fluyendo generosa y confiada hacia la mejor y más bella promesa de vida.
Mariaje López
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