Tras años de buen conocedor del desierto, Sahur perseguía a un mono al cual previamente le había ofrecido un dado de sal, la sed del animal le llevaría directamente a un manantial subterráneo o una cueva con algún tipo de riachuelo. Pero lo que Sahur encontró dejó helada su sangre. Una enorme cueva llena de cristales azules cuya luz iluminaban la cueva en su totalidad, no eran luciérnagas y no era ningún tipo de insecto luminoso lo que allí habitaba. Se adentró más y más en la cueva hasta que percibió la figura de otras personas sentadas en la arena mirando el magnífico techo. El mono se soltó de sus manos y con una fingida sonrisa se escabulló fuera de la cueva.
Busco a tientas el agua pero no era agua si no polvo luminoso desprendido de aquellas rocas. Dio pasos lentamente hasta la entrada de la cueva pero la luz nublaba sus sentidos y quedó sentado a la misma altura que otro nómada, ambos mirando sin alma un techo iluminado por rocas.
En una acción piadosa el mono que Sahur había capturado volvió a la cueva, agarró de la mano a Sahur y lo sacó estirando de él con fuertes estirones, cuando la luz del sol baño los ojos de Sahur, este cayó al suelo, dolorido y entumecido. El mono le abrió su mano derecha y depositó sobre ella el dado de sal:
– Esto es para que no vuelvas a engañar a ningún mono.
– ¿cómo?
– Lo que oyes, los tres hombres que quedan en la cueva morirán porque engañaron de nuevo a mi especie, tu si eres listo no lo harás más.
Sahur muy creyente de los espíritus que deambulan por el desierto agradeció la segunda oportunidad, rezó en lengua antigua y bendijo aquel lugar como un lugar sagrado de peligroso destino. Y allí construyó un templo con ayuda de viajeros, extranjeros, comerciantes y demás caminantes del desierto. Escribió en varias lenguas el origen de aquel templo y la crueldad de la cueva que allí enterraba, debía quedar bajo la estructura de aquel templo por los siglos de los siglos.