El viaje de Fermor entraña un doble reto que resulta, para el lector, un doble encanto: el autor no sólo se autoimpone un régimen del todo opuesto a su vida errante y festiva ("El ansia de hablar, de actividad y nervioso afán de expresarme que había transportado desde París no encontraron respuesta ni compañía en este silencioso lugar, tampoco convocaron un solo eco; y, después de gesticular tristemente en el vacío durante un rato, languidecieron para finalmente morir por falta de estímulo y alimento. Y mientras miraba la blanca caja de la celda que me rodeaba, padecí eso que, según Pascal, es el origen de todos los males humanos"), sino que muy pronto declara su total descreimiento (algo que tocó profundamente a Fermor fue que en ninguna abadía fue preguntado por su fe: "Sentí un renovado acceso de respeto y gratitud hacia mis anfitriones, por su incondicional aceptación de un infiel entre ellos").
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Pero su falta de fe no le impide ver –sino resaltar– lo que la abadía y la vida monástica representan: "(…) solo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que llevamos. Los dos modos de vida no tienen una sola característica común; y los pensamientos, ambiciones, sonidos, luz, tiempo y humor que envuelven a los habitantes del claustro no sólo son distintos a todo a lo que uno está habituado, sino que, curiosamente, parecen su opuesto exacto".
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Y no es el silencio o el bullicio lo que traza la diferencia entre esos mundos —que también: "Fuera de estos muros se hace un gran abuso de la palabra"1 —: nuestro bullicio no se contenta con ser bullicioso: tiene que ser útil. La idea de que existan órdenes contemplativas, por oposición aquellas que se dedican a enseñar, predicar y atender, es todavía más incomprensible para nuestra sensibilidad. "[Las órdenes de acción] consiguen resultados, cumplen con lo prometido. Pero (pregunta el espíritu moderno), ¿qué bien hacen los otros, enclaustrados en monasterios lejos de todo contacto con el mundo”. Leigh Fermor es contundente: “no menos que cualquier ser humano bondadoso, que no signifique (porque se basta a sí mismo)2una carga económica para la sociedad, no dañe a nadie y respete a su prójimo".
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Esa dedicación a un oficio que, como la poesía, no busca ningún resultado es lo que termina por contagiar Fermor de una admiración profunda por la vida dura y sencilla en el monasterio. Dura porque las abadías, por lo menos las francesas, no reciben donaciones o subvenciones de Iglesia o Estado, y porque ha sido una forma de vida constantemente amenazada. Pensamos en ellas como edificios que han resistido indiferentes los embates del tiempo y el mundo. No. Fueron, por mucho tiempo, prohibidas. Primero por la Reforma, luego por la Revolución. Apenas en el siglo XIX revivieron bajo la forma en que hoy las conocemos.
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"Pregunté a uno de los monjes cómo resumiría, en pocas palabras, lo que era su vida. Reflexionó un momento y me dijo: «¿Ha estado usted enamorado?» Sí, le contesté. Una amplia sonrisa se expandió en su rostro. «Eh, bien», dijo, «c’est exactement pareil…»"
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1 "Hay una dispensa de la regla del silencio para monjes que se ocupan de los animales pertenecientes a la abadía. Se les permite hablar con aquellos que tienen a su cargo, que sí son mudos de verdad".
2Recordemos que en el siglo V de nuestra era San Benito de Nursia inventó la permacultura.
Christian Camilo Londoño
Libélula Libros
Boletín 73 Libélula Libros:
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