Triunfar una vez en la vida puede ser algo peligroso. Ya lo decía Oscar Wilde: “Un tonto nunca se repone de un éxito”. Afortunadamente, mi día a día está tan plagado de logros que no me da ni tiempo a experimentar ese amenazante efecto revelador de las carencias intelectuales al que aludía el bueno de Oscar.
¿Y dónde constata usted esos éxitos?, ¿cómo los mide?, se preguntarán ustedes con comprensible curiosidad (y quizás con cierta envidia). Pues donde se constatan estas cosas, queridos amigos: en el banco.
Sí, en el banco, el de los dineros, no crean que les quiero confundir con un burdo juego de palabras. Allí es donde cada vez que voy compruebo que soy un hombre de éxito.
Da igual que vaya a diario, o un par de veces a la semana, o dos veces el mismo día. Éxito, siempre éxito. Me lo dicen por escrito, además, para que no me quepa duda.
Puede que a muchos de los que me conocen les resulte extraña esta revelación. Mi propio padre solía repetirme en mis años del BUP que acabaría durmiendo debajo de un puente. Yo mismo llegué a creerlo. La vida, sin embargo, te da a veces estas sorpresas.
Claro está que también debo poner yo algo de mi parte para vivir en esta euforia continua. Hay que saber qué teclas apretar, y en qué momento debe hacerse. Y vigilar siempre tus espaldas. No es difícil, pero hay que tener las cosas claras.
Mi enésimo triunfo ha tenido lugar esta misma mañana, cuando al sacar veinte euros del cajero del Bankia he vuelto a leer mi buena fortuna en la pantallita: “Su operación ha sido realizada con éxito”. Ahí estaba otra vez el mensaje, bien clarito. He recogido los dos billetes de diez con la sonrisa del hombre hecho a sí mismo, he comprado el metrobús en el quiosco de Juanan y he tomado el 120 camino del trabajo, sin dejar de recordar el mensaje de mi banco. ¿Lo ves, papá? Al final tu hijo es un tío de éxito.
Que lo sepa todo el barrio.