No, si ya me lo dice mi madre, que cuando se tiene algo en el fuego uno no puede despistarse ni un momento...
Mientras el café se hace, aprovecho para revisar unas fotos que me había prometido enviar a alguien -distintas, me temo, de otras que había quedado en mandarle- y, en lo que las descargo de la tarjeta SD al ordenador y escucho algo de Zoé, un grupo mexicano que desconocía hasta ahora, no me doy cuenta de que los minutos bullen.
Nunca se me escapa el ruido burbujeante de esa cafetera italiana de acero, siempre adelantado al olor del café espresso que sube por su chimenea interior; pero hoy el chivato final en la operación ha sido éste en vez de aquél. Me llega al olfato el fuerte matiz ennegrecido propio del café que sigue hirviendo cuando está listo. Vuelvo al pie del fogón eléctrico y me adentro en la nube de vapor curtido que sale despedida de un inquieto hervor. Retiro la cafetera del calor y decido dejar que todo se disipe.
En la taza el café huele a retostado, algo más allá del tueste previo a la molienda -esto me suena... cuando la tarde languidece renacen las sombras... perdón...-. Hay en él algo ampuloso que no sabría cómo explicar. Detenerse a hacerlo no tiene mucho sentido, supongo. En fin, en estos casos no hay nada que un poco de leche y algo de azúcar no puedan solucionar.