‘Yo quiero ser, señor amado, / como el barro en manos del alfarero. / Toma mi vida, hazla de nuevo. / Yo quiero ser un vaso nuevo‘. Cuántos quisiéramos disponer de esta oportunidad en algún momento; cuando nos viniesen mal dadas, cuando nos doliese el corazón, cuando el vacío huraño se convirtiera en nuestra sombra habitual… Cuántos no quisiéramos, entonces, hacernos añicos y renacer como un vaso nuevo, desprovisto de las aristas de la pesadumbre, acogedor como la risa de un niño.
En los últimos años hube de escuchar varias veces estos versos del principio, acompañados de una melodía simple y evocadora, resonantes en el interior de la misma nave eclesial que nos acogía en cada ocasión por tener que despedir con tristeza a sendas mujeres buenas. Era su solista en todos los casos el mismo cura de pueblo, secundado a coro por los feligreses asiduos, ante el pasmo, emocionado, de los poco habituados a estos ritos.
Un vaso nuevo —una nueva oportunidad— para discurrir por caminos distintos, o por los mismos pero de otro modo, para atender a la emoción entonces obviada, para seguir el consejo ayer menospreciado… Cada cual, supongo, tendrá su particular razón para querer rehacerse, para creer en qué manos sea moldeado, para ponerse en pie sostenido por sí mismo.
‘Te pedí perdón y me escuchaste‘, dice en otra parte esta tibia canción de iglesia. Acaso toda la metáfora del alfarero y el nuevo vaso que en alguna ocasión necesitemos ser no precise más que eso: admitir nuestros límites, aguzar el oído y tomar la senda desde la que llegan los ecos de la acogedora risa de un niño.
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