Revista Opinión
Comienza la época estival y continúan arrastrándose los grandes problemas que afligen a los españoles. No hay descanso para las preocupaciones por más que uno quiera olvidarse de ellas y soslayar las inquietudes. No sólo permanecen, sino que adquieren una dinámica hacia el empeoramiento que ahuyenta toda aspiración de tranquilidad que uno persiga durante las vacaciones.
Entre otros motivos, porque nos enfrentamos a un verano en las peores condiciones que se recuerdan en los últimos 40 años, al soportar la mayor tasa de paro en el registro histórico, con cerca de 6 millones de personas desempleadas, un millón más que hace un año. A pesar del ligero descenso en el número de parados registrado en esta estación -lo que ha servido al Gobierno para pregonar las “bondades” de su reforma laboral-, todos los analistas coinciden en que una flor no hace primavera y, por tanto, que eso no significa ningún cambio de tendencia, sino un comportamiento estacional en la evolución del empleo que hasta el propio secretario de Estado de la Seguridad Social, Tomás Burgos, ha tenido que admitir al desglosar las cifras, ya que la mayor parte de ellas obedecen a contratos temporales del sector turístico, a sustituciones en el público y a obras que se inician en verano. Con todo, un 26 por ciento de la población en edad de trabajar sigue condenada a no pensar siquiera en las vacaciones, sino en cómo adquirir un salario para sobrevivir cada día y satisfacer sus necesidades básicas. Un drama que a buen seguro se acrecentará en cuanto finalicen esos trabajos temporales propios de la estación y en septiembre rebroten los negros augurios de un mercado laboral incapaz, aún con todas las facilidades otorgadas, de crear empleo, empleo estable e indefinido.
Los jóvenes, que sufren pesadillas por alcanzar una profesión, se sumarán a un desalentador inicio de curso, tras el paréntesis del verano, con sus protestas al verse obligados a abandonar la Universidad por falta de becas y por el encarecimiento de las matrículas. Y es que los recortes en educación han consistido en francas mutilaciones que cercenan las ambiciones de quienes desean formarse para escapar de un destino que les niega la emancipación. Ningún rector de Universidad de España está de acuerdo con las medidas introducidas por este Gobierno, al que acusan de actuar movido por motivaciones ideológicas, pues de lo contrario no se explica la tala. Incluso en las escuelas e institutos de secundaria y bachiller el desánimo es manifiesto a causa de los nuevos planes de estudio, las reválidas y el peso académico con que se dota la asignatura de religión, cuya nota se tendrá en cuenta para determinar la calificación promedio del alumno. Otra “reforma” que, además de preservar la educación segregada en algunos colegios privados religiosos, tampoco tendría sentido si no cumpliera un objetivo ideológico y sectario.
El desánimo de la población se palpa en el ambiente. En las playas, el campo y las ciudades, la gente expresa su temor por un mañana que sigue cubierto de negros nubarrones, aunque el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, declare ufano que estamos inmersos en una recuperación económica que, por lo visto, sólo él percibe. Ni el FMI ni Bruselas o Alemania, donde se ubican las pantallas que vigilan nuestra economía y desde donde se imparten órdenes de obligado cumplimiento, muestran ningún optimismo, todo lo contrario: advierten de que lo que se avecina es un período de estancamiento. Es decir, continuaremos con 6 millones de parados y con la moral por los suelos. Pero el ministro irradia confianza, y, ya se sabe, esa es la mejor señal para los mercados, según las agencias de calificación e inversión en las que él trabajaba antes de ser ministro.
Una confianza, empero, precaria en un Gobierno más pendiente de Bárcenas que de otra cosa, el extesorero del Partido Popular encerrado en la cárcel por delitos fiscales y cuyas revelaciones mantienen en el filo de la navaja al Ejecutivo en pleno. Mariano Rajoy, presidente del Gobierno y especialista en sus silencios, ahora es esclavo de unas palabras con las que expresó su apoyo al tesorero que él personalmente aupó y del que recibió, si acaban demostrándose los apuntes contables, sobresueldos ilegales cuando detentaba carteras ministeriales en la época de Aznar. Sus silencios son ahora clamorosos acerca de los manejos contables de un señor, extesorero y exsenador, que ha estado dos décadas al frente de las cuentas del partido y que amenaza con desvelar las tramas de financiación del mismo, las que le permitieron atesorar cerca de 50 millones de euros en Suiza, que se sepa.
Este escándalo ha transformando el verano en un tiempo para el chantaje del Partido Popular y el Gobierno, cuyos dirigentes han pasado de no pronunciar el nombre del inculpado a reconocer tener un problema que se les escapa de las manos y a verse obligados a multiplicar las demostraciones de confianza, una vez más, en la honradez y honestidad de Martiano Rajoy, sobre quien cuelga la espada de una mentira que, en caso de probarse, lo obligaría a dimitir por decoro democrático.
Hay que tener en cuenta, para comprender tanto “mosqueo”, que la desconfianza de la gente está bien alimentada por los múltiples casos de corrupción que proliferan por toda la geografía nacional, un malestar que ya no admite más disculpas que desalojar a los corruptos de la política, a los mentirosos del cargo y los veleidosos del entorno público. En Andalucía, sin ir más lejos, una juez endereza el tiro en la instrucción del caso de los ERE y apunta directamente hacia la Junta de Andalucía, a la que acusa de configurar todo un andamiaje legal para defraudar dinero y dar pensiones a intrusos, pagar sobrecomisiones a intermediarios y conceder ayudas directas a empresas que no las necesitaban. Ha sido precisamente este verano cuando la juez Mercedes Alaya ha afinado la puntería para imputar a 20 altos cargos del Gobierno andaluz, de diferentes etapas, entre ellos la exconsejera Magdalena Álvarez, actual vicepresidenta del Banco Europeo de Inversiones, acusados de dar continuidad a la utilización de unos fondos que ella considera ilegales, aunque la partida tuviera el refrendo del Parlamento andaluz cuando aprobaba los Presupuestos anuales de la Junta.
Toda esta situación transmite a la estación estival de una temperatura realmente insoportable para la normalidad en que deberían engendrarse las expectativas de los ciudadanos. Una temperatura de ebullición que preconiza un otoño explosivo cuando se sume, con ocasión de la Diada, una Cataluña dispuesta a tensar las relaciones territoriales con España y a hacer demostración del respaldo popular a sus exigencias insurreccionales y al llamado “derecho a decidir”. Frente a ello, el Gobierno permanece inane y atrincherado tras una Constitución en cuyo nombre se modificó una reforma estatutaria que ha encendido los ánimos independentistas de los catalanes, sin que ninguna iniciativa política ofrezca diálogo y alternativas, salvo la propuesta federalista del PSOE, tan a destiempo como en casi todo. Porque, tras décadas de democracia, ¿es ahora cuando se aborda la necesidad de un Senado de representación autonómica?
La Constituciónespañola es inmovilista cuando conviene, pero sin embargo puede ser alterada para introducir la prioridad del pago de la deuda frente al reconocimiento de derechos de los españoles. Se cierra así un círculo que nos devuelve a las estrecheces del momento actual. Y es que hace justamente un año cuando el Gobierno del PP perpetró el mayor recorte social que se recuerda en democracia, implantando el copago farmacéutico, paralizando la ley de Dependencia, subiendo los impuestos y eliminando la paga de Navidad de los funcionarios. Podó de un plumazo 65.000 millones de euros no de los pudientes, sino de los asalariados y los desfavorecidos, de los que deben adquirir medicinas, dependen de una pensión o se aferran a un trabajo que les permita vivir. Si toda esta presión no halla una válvula que impida la explosión, ésta estallará en cuanto los contratos temporales se consuman en septiembre, el paro vuelva a subir, los alumnos comiencen a enfrentarse con los costes de las matrículas, se endurezcan los requisitos para las pensiones, Bárcenas tire de la manta, los catalanes convoquen un referéndum soberanista y la gente no sólo sienta desafección por la política, sino que se aleje de la democracia como sistema viable de convivencia, a pesar de sus imperfecciones. ¿Actuará entonces Rajoy? ¿Se acordará alguien de las calendas del verano? Ya lo veremos.