Revista Cultura y Ocio

Un verdor terrible - Benjamín Labatut

Publicado el 03 mayo 2021 por Elpajaroverde

Durante un permiso de dos días en el cual su marido había regresado a casa, a punto de finalizar la fiesta a la que este había invitado a sus amigos para homenajearse, Clara Immerwahr, primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana, cogió el revolver de su marido, salió al jardín y se disparó mortalmente en el pecho. Lo que celebraba su esposo, el también químico Fritz Haber, era su reciente éxito en Ypres, Bélgica. Allí, el 22 de abril de 1915, se había producido el primer ataque de gas de la historia.

Fritz Haber fue el creador de esa arma de destrucción masiva. Su esposa, que había trabajado con él antes de la guerra en su laboratorio y había sido testigo en el mismo de la accidental y a la vez cruel muerte de uno de los ayudantes, le echó en cara que hubiera pervertido la ciencia al crear un método de exterminio masivo de seres humanos (y no solo humanos, pues tras el avance del gas ningún ser vivo quedaba con vida). Haber le quitó importancia a esta recriminación; para él, todo un patriota al servicio de su país, en la guerra (no sabemos si en el amor pero lo que sí me parece cuestionable es el amor que sentía por su esposa) todo era válido y un muerto era un muerto independientemente de la causa de su muerte.

Haber murió asolado por una gran culpa. No fue el suicidio de su mujer lo que le causó esa angustia. Tampoco fue su responsabilidad en tantas muertes durante la Primera Guerra Mundial lo que castigó su espíritu. Pocos años después de la masacre gaseosa de Ypres, al químico le concedieron el Premio Nobel por un descubrimiento anterior. Fritz Haber fue el padre de los fertilizantes nitrogenados modernos. Con su proceso de capturar nitrógeno de la atmósfera salvó a cientos de millones de personas de la hambruna y sentó la base de la actual explosión demográfica. Y con esto era con lo que estaba relacionado su temor, que no era otro que haber "alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible". Lo que el Nobel parecía ignorar es que tanta exuberancia no es muy acorde con el funcionamiento del mundo vegetal, que "esos espectáculos de monstruosa fertilidad no parecen propios de una planta y son más parecidos a los excesos de nuestra propia especie, con su crecimiento desbordado y fuera de todo control".

Un verdor terrible - Benjamín Labatut

Mirad la magnífica fotografía de la portada, obra de Adrián Gouet. Fijaos en la magnificencia de ese verdor terrible que avanza. ¿Sería así como imaginaba Haber la futura invasión vegetal? ¿Sería así como los soldados de Ypres vieron llegar la niebla mortal ese fatídico 22 de abril de 1915?

Fritz Haber no es el protagonista de este libro titulado Un verdor terrible (y ya siento haberle dedicado tantas líneas a este científico, pues, de los que aparecen en esta obra de Benjamín Labatut, es el que menos simpatía me causa). Ni siquiera me atrevo a aventurar que sea el protagonista del primero de los relatos que lo componen. Este lleva por título otro color igual de intenso, hermoso y mortal que ese verdor terrible: Azul de Prusia.

El azul de Prusia fue el primer pigmento sintético moderno. Fue descubierto de forma casual (como tantos otros descubrimientos científicos) por Carl Wilhelm Scheele. En la época en la que se descubrió, la ciencia era aún algo muy cercano a la alquimia. Benjamín Labatut, sin embargo, no se queda en esos años algo más oscuros para la ciencia y la razón. Benjamín Labatut nos lleva adelante y atrás, adelante y atrás, sin que acusemos el cambio ni el mareo.

De ese pigmento azul intenso deriva el Blausäure, traducido literalmente del alemán como ácido azul, si bien es cierto que la mayoría conocemos al ácido prúsico como cianuro de hidrógeno. El cianuro, que también lleva el color prusiano en su etimología, es una de los venenos más potentes y mortales conocidos. El mismo Fritz Haber tuvo relación con la síntesis del gas cianuro, que originalmente se usó como fertilizante. El patriótico alemán era de origen judío. Por obra de una de esas crueles bromas que tiene el destino, millones de judíos (y de otras razas consideradas inferiores o individuos no deseados socialmente), entre ellos incluso algún miembro de la familia Haber, fueron exterminados con un gas derivado de ese fertilizante que salió del laboratorio de Fritz Haber.

Son muchas más cosas las que me cuenta Benjamín Labatut en ese relato; muchas más cosas que no alcanzo a recordar ni a abarcar. Su narración es puro delirio. Su lectura es completamente absorbente y fascinante. Todo lo que cuenta en ella es real. Tan solo un párrafo, según él mismo aclara al término del libro, es ficción; ficción que va aumentando progresivamente en los relatos que suceden a ese primer Azul de Prusia, algo que él mismo apunta también al final y que, por otra parte, yo misma había ido notando o, más bien, preguntándome al respecto con creciente sospecha. Estamos, pues, ante una inclasificable obra de ficción que es fiel a las ideas científicas expuestas y que se sustenta sobre documentadas referencias históricas y biográficas. Es realmente admirable la amalgama resultante de la mezcla de ciencia, biografía, historia y literatura. Ciertamente pareciera que hubiéramos regresado a los tiempos de la alquimia.

Para los que pertenecemos a las generaciones de Yo fui a EGB y, por ende, muchos de nosotros también a las de yo hice el BUP y el COU, en tercero de BUP llegaba la decisión fatal (ahora también les tocará elegir a nuestros jóvenes pero, con tanto cambio, ando un poco perdida con el sistema educativo actual) entre Ciencias y Letras: esa bifurcación de caminos incompatibles e irreconciliables, algo así como pertenecer a la hinchada del Barça o del Real Madrid, incluso algo parecido a cortar toda comunicación entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. "Por mucho que escrutáramos los fundamentos, siempre habría algo que permanecería borroso, indeterminado e incierto, como si la realidad nos dejara ver el mundo de forma cristalina con un ojo a la vez pero nunca con los dos".

Y, sí, siempre habrá algo que permanecerá borroso por mucho que se intente indagar en ello, pero no puedo evitar pensar que esa escisión de las letras en la ciencia o de la ciencia en las letras es como tener dos ojos y que solo nos permitan ver con uno, es como abortarnos una de las formas de mirar el mundo, privando así a las letras de ser consideradas ciencias y a las ciencias de ser cultura, olvidando la intrínseca relación de la ciencia con la filosofía, negando la practicidad de las humanidades y cuanto de belleza y poeticidad puede haber en la ciencia.

Hace varios años, en mi reseña de la inolvidable para mí Repara a los vivos de Maylis de Kerangal, os contaba ese pequeño milagro que se obró para mí la primera vez que me explicaron la duplicación del ADN. Entiendo, pues, que alguien pueda detectar belleza en una compleja ecuación matemática. En el libro de Benjamín Labatut no hay biología, como no sea a modo de minucia anecdótica. Hay química, como ya habéis podido observar, hay física y hay matemáticas. No temáis, los legos en ciencias, adentraros en este verdor terrible; la de Labatut es una obra literaria, no un tratado científico, ni siquiera divulgativo. Y, además, ¿quién podría afirmar que realmente entiende alguna de las teorías mencionadas en este libro? "Mira la mecánica cuática, por ejemplo, la joya de la corona de nuestra especie, la teoría física más precisa, hermosa y con mayor alcance que hemos inventado. Está detrás de internet, de la supremacía de nuestros teléfonos celulares, y ofrece la promesa de un poder computacional solo comparable a la inteligencia divina. Ha transformado nuestro mundo hasta volverlo irreconocible. Sabemos cómo usarla, funciona por una suerte de milagro, y sin embargo no hay un alma en este planeta, nadie vio o muerto, que realmente la entienda. La mente no puede lidiar con sus paradojas y contradicciones. Es como si la teoría hubiese caído a la Tierra al igual que un monolito preveniente del espacio, y nosotros sencillamente gateamos a su alrededor como simios, jugando con ella, lanzándole piedras y palos, sin ninguna compresión verdadera".

Esa comprensión verdadera fue la que quiso alcanzar el matemático Alexander Grothendieck. Los científicos que Labatut me permite conocer en los tres relatos que suceden a ese primero Azul de Prusia me recuerdan más a Clara Immerwahr que a su esposo. Su conocimiento les hace sufrir. Las consecuencias, aun potenciales, de sus descubrimientos les causan zozobra. Grothendieck terminará por aislarse del mundo convirtiéndose en una especie de paria. Su retiro tuvo como fin proteger a los hombres para que nadie sufriera por lo que él había encontrado. "La cima de sus investigaciones fue el concepto de motivo: un haz de luz capaz de alumbrar todas las encarnaciones posibles de un objeto matemático. "El corazón del corazón", llamó a esa entidad ubicada en el epicentro del universo matemático, de la cual no conocemos salvo sus más lejanos destellos. Incluso sus colaboradores más cercanos consideraron que había ido demasiado lejos. Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente. Le dijeron que era un proyecto imposible, más parecido a los delirios de un megalómano que a un programa de investigación científica. Alexander no escuchó. De tanto ahondar en los fundamentos, su mente había tropezado con el abismo".

No puedo evitar, al leer sobre "El corazón del corazón" y sobre la referencia al abismo, pensar en mi reciente lectura de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Me pregunto si la ciencia, o más bien el afán por entender, comprender y por ende controlar (y más tarde asustarse por el descontrol que es capaz de producir ese control), es una forma de llegar al fondo de ese corazón. "No eran los políticos los que acabarían con el planeta", nos dice el matemático, "sino los científicos como ellos que "caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis". También advierte "sobre el poder destructivo de las ciencias: "los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados con un puñado de ecuaciones". Grothendieck no podía dejar de cuestionar su efecto sobre el mundo. ¿Qué nuevos horrores nacerían de una comprensión total como la que él buscaba? ¿Qué haría el hombre si fuera capaza de tocar el corazón del corazón?"

Por si no tenía bastante con lo anterior (ya sabéis que me flipa cuando acontece que lecturas que aparentemente no tienen nada en común de repente se dan la mano), cuando la matemática norteamericana Leila Schneps logra localizar y encontrarse con Grothendieck, este concluye la conversación que mantienen con un enigmático l'ombre d'une nouvelle horreur, no pudiendo evitar yo que esa sombra de un nuevo horror que menciona el matemático no me traiga reminiscencias de las últimas palabras que Marlow escucha de boca de Kurtz en la mencionada novela de Joseph Conrad.

Como un abismo terminó concibiendo también Karl Schwazschild, al que conozco en el relato anterior al que protagoniza Max Grothendieck, su principal aportación a la ciencia conocida como la singularidad de Schwazschild. Las bases de lo que hoy conocemos como agujeros negros comenzaron a sentarse mientras el astrofísico servía en la Primera Guerra Mundial. La ciencia y la guerra corren siempre parejas, aunque, en este caso, el descubrimiento de Schwazschild obedecía a distraer su estado de convalecencia y no a contribuir en los mejores resultados de un ejército sobre el enemigo. De hecho, en cartas que escribió desde el frente se llegó a mostrar crítico con la guerra y con su devenir. El pesimismo lo invadía. Recelaba de su singularidad. Si la materia de cualquier objeto era comprimida en un espacio lo suficientemente reducido, esta podría generar una singularidad, ese abismo cuyo pensamiento era un propio abismo para él. Llegó incluso a extrapolar esto a la situación que se estaba viviendo y a vaticinar el futuro próximo de su país y de Europa, pues, "si ese tipo de monstruos eran un estado posible para la materia, [...] ¿tendrían un correlato en la mente humana? Una concentración suficiente de voluntades, millones de seres humanos sometidos a un solo propósito, sus mentes comprimidas en el mismo espacio psíquico, ¿desencadenarían algo parecido a su singularidad? Schwarzchild no solo estaba convencido de que era posible, sino que ocurriría en la Vaterland. [...] estaba inconsolable. [...] Porque su singularidad no daba advertencias. El punto de no-retorno -el límite más allá del cual no se podía ir sin quedar preso- no estaba demarcado de ninguna manera. Para quien lo atravesara, no había esperanza, su destino estaría irrevocablemente trazado; todas sus trayectorias posibles apuntarían directamente a la singularidad. Y si ese límite era así, [...] ¿cómo saber si lo hemos traspasado?"

La inseguridad, el temor de no poder considerar nada inmóvil o en descanso era algo que ya llevaba tiempo acechándole, lo cual enlaza perfectamente con el nombre de ese principio de incertidumbre de Heinsenberg cuya historia nos cuenta Benjamín Labatut en el último de los relatos de este libro. Si Grothendieck quiso abarcar todo el conocimiento, Heinsenberg, en cambio, llegó a la conclusión de que "había un límite absoluto sobre lo que podíamos saber de este mundo".

Todos estos científicos revolucionaron el mundo porque rompieron con lo establecido. Abrieron la puerta a otra manera de contemplar el mundo. Crearon un idioma nuevo para explicar ese mundo, ese idioma ininteligible incluso para ellos, supongo que de ahí sus caídas a los infiernos. Lo que hace Benjamín Labatut en este libro es contarnos los mundos de cada uno de ellos en el idioma que todos conocemos y entendemos. Así, el final del relato titulado El corazón del corazón es formidablemente literario. Cuando dejamos de entender el mundo, la última y también más extensa de las narraciones, que está incluso dividida en varios capítulos, bien podría servir de base para el guión de un biopic por partida doble, el de los físicos Erwin Schrödinger y Werner Karl Heisenberg.

Me he preguntado, especialmente antes de comenzar a leer este libro, si Benjamín Labatut tendría algún conocimiento científico previo, si acaso habría estudiado alguna carrera científica y luego habría derivado hacia la literatura. Son escuetas las referencias biográficas que encuentro de él más allá de que nació en los Países Bajos (supongo que debido a que es hijo de diplomático) y que desde bien jovencito vive en Chile. "consta de una serie de notas científicas, filosóficas e históricas sobre el vacío, escritas tras una profunda crisis personal". Es esa redundancia de la ciencia en su obra la que da origen a mi curiosidad acerca de su formación y su pasado preliterario. Sin embargo, a medida que avanzo en la lectura de Un verdor terrible es su tercer libro y el primero que se publica en España. Su anterior libro, Después de la luz, según información proporcionada por Anagrama, el sello que ha editado el libro del que aquí doy cuenta, Un verdor terrible estoy más por inclinarme a pensar que el chileno ha realizado el camino inverso al que yo imaginaba, que ha derivado de la literatura al interés científico pero sin apearse de lo literario. Es entonces cuando, como confirmación, doy con que los estudios que ha cursado Labatut son los de periodismo.

Me pregunto también si el germen de estos relatos lo sembró ese jardinero nocturno que el autor me presenta en el epílogo de este libro. El hecho de que la historia que en este se cuenta esté narrada en primera persona y ambientada en un lugar de Chile hace que se preste a que, en mi imaginación, se haga real y vivida por el propio Benjamín Labatut. Supongo, sin embargo, que nuevamente es ficción basada en la realidad.

Benjamín Labatut escribe muy bien. Me ha llevado página tras página sin que me haya dado cuenta. Me pregunto (me estoy volviendo un poco recalcitrante de tan preguntona), no obstante, si ese guau que ha hecho aflorar en mis labios se debe solamente a su buen hacer literario o si pesa mucho en él esa conexión fluida que ha logrado y esa reconciliación entre ambos hemisferios del conocimiento humano. Es por ello, entre otras cosas, por lo que su primer libro, un volumen de cuentos que versan sobre la soledad y el dolor, según se cuenta en la entrevista recogida en la misma publicación en la que descubro que Labatut estudió periodismo y que podéis leer aquí, y titulado La Antártida empieza aquí, me causa mucha curiosidad (aunque no menos que el segundo de sus libros, a decir verdad).

El chileno comienza su Un verdor terrible con la siguiente cita de Guy Davenport: "(...) we rise, we fall. We may rise by falling. Defeat shapes us. Our only widsom is tragic, known too late, and only to the lost". Yo, en cambio, quisiera ir cerrando esta entrada con la siguiente cita de Fernando Pessoa: "¿Qué sería del mundo si fuéramos humanos? Si el hombre sintiera de verdad, no habría civilización".

Esta cita, extraída de Libro del desasosiego, del que os he hablado en la entrada inmediatamente anterior a esta, hace referencia a aquello que os comentaba en ella de que la sensibilidad y el pensamiento analítico, es decir, lo que Bernardo Soares llamaba pensar con sensibilidad, estorba a la acción. Los sentimientos, pues, eso que llevamos tan grabado a fuego que es lo que nos hace humanos, la duda de si nuestras acciones podrían acaso ser perjudiciales, si quizás harían más mal que bien, producen inmovilidad. Si no hubiera habido hombres como los citados en esta entrada (unos sin importarles las consecuencias de sus descubrimientos; otros, atormentándose por ellas) que no se inhibieron y que contribuyeron al desarrollo de la ciencia, si no hubieran existido esos otros hombres de acción que pusieron en práctica los descubrimientos de los anteriores, no hubiéramos avanzado (o a veces retrocedido, según se mire). No se hubieran levantado nuevas civilizaciones cuando otras cayeron. La quietud, por mucho que la añoremos, pocas veces es aliada de la supervivencia, aunque esa supervivencia a veces sea en sí misma tan destructiva como el verdor terrible al que hace referencia el título de este libro.

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