Revista América Latina

Un viaje a Kuwait (en las praderas de Estados Unidos) Perdida en el país del petróleo.

Publicado el 19 octubre 2014 por Jmartoranoster
Laura Gottesdiener TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

Introducción de Tom Engelhardt
Tomadlo como un mensaje escrito por las morsas en la arena de una playa en el noroeste de Alaska y enviado a todo el planeta. Un reconocimiento aéreo de los mamíferos árticos realizado por la Administración Nacional de Océanos y Atmósfera las avistó; un grupo de morsas de unos 35.000 ejemplares hizo pie en la costa porque el hielo marino donde ellas vivían sencillamente se derritió. Las fotos son dramáticas. No podríais pedir un mensaje más claro de una especie que no tiene el hábito de plasmar por escrito sus pensamientos sobre el cambio climático.
Para aquellos que prefieran la ciencia no de boca de las morsas (es un decir), también ha habido noticias relevantes sobre la cuestión provenientes de otra especie. Pensad acerca de ellas como si fuerais unos científicos llegados de un mundo herido que está trepando en la costa. Hace pocas semanas se informó de que en 2013 la concentración de dióxido de carbono y de gases de efecto invernadero había alcanzado niveles record y, tal vez aún más inquietante, que los océanos y la vida vegetal terrestre, los mayores “devoradores de carbono”, estaban absorbiendo menos CO2 que en el pasado. Ahora, nos llega la noticia de que en realidad los océanos se están calentando significativamente más rápido que lo que cualquiera podía imaginar. Las últimas cifras indican que “desde 1970 la masa de agua marina hasta los 700 metros de profundidad del Hemisferio Sur puede haberse calentado el doble de rápido de lo que se pensaba antes… [y que] los niveles superiores de los océanos de la Tierra –todos, de ambos hemisferios– han estado calentándose durante varias décadas antes de 2005 a un ritmo de entre el 24 y el 58 por ciento más veloz que antes”. Ninguna de estas noticias es buena, por supuesto; no lo son para cualquiera que haya invertido en unas generaciones futuras para que vivan en un planeta tan hospitalario como el que nosotros hemos estado viviendo durante tanto tiempo. Estas noticias nos hablan de la disociación. Mientras esas morsas se alejaban del agua y se deslizaban playa arriba, y los científicos daban cuenta de sus últimos y sombríos números, en el corazón de Estados Unidos, miles de trabajadores llegados de todas partes se afanaban por el boom del momento, en North Dakota y en otros sitios de nuestra tierra del fracking. Allí, la explotación de unos yacimientos de petróleo y gas natural no convencionales (shale), que hasta hace algún tiempo eran irrecuperables, por medio de la hidrofractura de la roca de esquisto tiene a los expertos jactándose de haber convertido a nuestro país en la “América Saudita” y a su presidente planificando con talante agresivo hacer del “arma del petróleo” el rasgo central de la política exterior de Estados Unidos.
Entre esos dos mundos, uno que produce cada vez más combustibles fósiles en medio del triunfalismo y el otro que se derrite lentamente por el impacto de lo que esos mismos combustibles fósiles liberan en la atmósfera, parece no haber conexión alguna. Tan claro como puede ser el vínculo, esos mundos a menudo parecen está localizados en planetas distintos.
Laura Gottesdiener, integrante de TomDispatch, tuvo el extraño impulso de desembarcar en ese otro planeta, ese –tan desconocido para la mayor parte de nosotros– que produce combustibles fósiles tan abundantemente, y de observar todo lo que nos estamos perdiendo. He aquí la vívida crónica que llega desde las líneas del frente de la extracción de los combustibles fósiles de EEUU.
* * *
La vida dentro del boom
A las 9 de una noche de agosto, cuando llegué para mi primer turno como camarera de cócteles en Whispers, uno de los dos clubes de strip-tease en el centro de Williston, no esperaba que un hombre de unos 25 años fuera golpeado hasta la muerte frente a aquel antro. Es que, en realidad, yo no esperaba la mayoría de las situaciones con las que me encontré mientras me informaba sobre el boom del petróleo en la zona occidental de North Dakota el verano pasado.
“¿Puedes cubrirnos?”, me chillaron las otras dos camareras alrededor de las 11, y corrieron fuera del establecimiento para hacerse cargo de un alboroto. Yo resolví concentrarme en la faena. No sabía quiénes se peleaban, pero supuse que uno de ellos era el menos atractivo de los clientes de la noche, uno de dos jóvenes hermanos que habían estado haciendo el gamberro frente al escenario con sus manos en la entrepierna al estilo de los jóvenes blancos imitadores de Eminen cuando han bebido demasiado. Uno llevaba el pelo cortado a la moda, y el otro llevaba algo parecido a la lana de una oveja.
El resto de la noche fue un ir y venir de botellas de cerveza y de pedidos de los clientes. No fue hasta más tarde, después de que la clientela fuera arreada a la calle con la pegadiza The Closing Song, de Red Peter –“todo el mundo fuera de aquí; acabaos esa cerveza”– y las bailarinas salieron de su camerino con sus sudaderas, que me di cuenta de que todos estaban con los nervios de punta.
“¿Qué problema hubo?”, le pregunté al barbudo gorila que me acompañaba hasta mi coche cuyo asiento trasero pronto sería mi habitación.
“El chaval se va a morir”, me respondió. Uno de los hermanos había terminado con la cabeza rota por un hombre que llevaba un tubo de metal. Lo habían trasladado a la cercana ciudad de Minot, donde falleció unos días después.
Catalizadores de la inestabilidad
No había viajado 3.500 kilómetros desde Brooklyn para trabajar de camarera en un club de strip-tease; cuando me quedé sin dinero, no tuve otro remedio que hacer eso. Me había marchado con la intención de cubrir el boom nacional del petróleo que estaba cambiando por completo no solo las ciudades de la llanura de North Dakota sino también el equilibrio tanto del poder mundial como de la atmósfera de la Tierra.
En la primavera pasada, la producción de petróleo en North Dakota superó el millón de barriles diarios. La fuente de este oro líquido, como se le dice localmente, es Bakken Shale, un formación de roca estratificada –rica en petróleo– que se extiende por la parte occidental de North Dakota, la esquina de Montana y Canadá. Estos yacimientos estaban considerados como inexplotables hasta que las tecnologías de perforación horizontal y fracturación hidráulica hicieron que la extracción de petróleo se convirtiera en algo económicamente viable. En 2008, el servicio de reconocimiento geológico de Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés) anunciaba que en Bakken Shale había 25 veces más de petróleo explotable del que se pensaba anteriormente, disparándose así la mayor fiebre del petróleo en la historia de EEUU.
Ahora, seis años más tarde, en la región se han desplegado todos los indicadores contemporáneos del infierno: llamas tóxicas que arden 24 horas por día; enormes camiones de 18 ruedas dejando una negra humareda por donde pasan; explosiones intermitentes cuando un rayo golpea los tanques de agua necesarios para la fracturación hidráulica; un gigantesco Walmart; abundancia de metanfetaminas, crack y bebidas alcohólicas; inviernos para congelarse; alquileres más caros que en Manhattan; y por lejos, muy lejos, demasiados hombres. Sin embargo, para las empresas petrolíferas, el campo es tierra sagrada, una de las pocas en la historia que ha roto la marca del millón de barriles diarios, ganándose “un lugar en el reducido panteón de la elite de los campos petrolíferos”, como escribió un analista de mercado de Reuter.
Este verano [el de 2014], impulsado en parte por el boom de North Dakota, Estados Unidos superó a Arabia Saudita en la producción total de crudo y gas natural, convirtiendo a este país no solo en el consumidor numero uno de combustibles fósiles sino también en el productor más importante del mundo (si se trata del total anual de emisiones de carbón, hoy China está a la cabeza; sin embargo, EEUU continúa siendo el primero en emisiones per capita). Más o menos al mismo tiempo, el Pentágono hizo pública una advertencia que decía que el cambio climático causado por la libre extracción de combustibles fósiles “agravará los factores de tensión en el extranjero, tales como la pobreza, la degradación ambiental, la inestabilidad política y los conflictos sociales, condiciones que pueden disparar la actividad terrorista y otras formas de violencia”. Un informe hecho público poco después por el Consejo Asesor de la Corporación Militar (CNAB, por sus siglas en inglés), una organización financiada por el gobierno que se dedica a la investigación militar fue aún más lejos al declarar que los efectos del cambio climático –inseguridad alimentaria y vastos desplazamientos forzosos de población, por nombrar a solo dos de ellos– “servirán como catalizadores de la inestabilidad y el conflicto”.
Entonces, cuando este verano llegué a Willinson, dejando atrás las rojas llamaradas de los pozos en producción y el cartel de bienvenida que exclamaba Boomtown U.S.A! , mi intención era informarme sobre algunos de los menos discutidos aspectos de la reactivación energética nacional, es decir, la contaminación de la tierra cultivable y la creciente militarización de la industria petrolífera. Pero mi visita a Willinston también tenía que ver con que yo quería estar allí, explorar la pregunta existencial de cómo es la vida en medio del frenesí de actividades que, como aseguraban los científicos, es probable que amenace la existencia que la humanidad ha conocido en los últimos 200 años.
Verdades y mentiras
En mi primera noche en el pueblo, aterricé en una cabaña de madera aún sin terminar donde vivían un camarero local y su amigo, un gigantón de unos 110 kilos y cara chata, que trabajaba en un pozo de petróleo; me recordó a Pedro Picapiedra. Mientras preparábamos unas chuletas de cerdo estofadas en una sopa de champiñones de Campbell y bebíamos unos sorbos de Southern Comfort con sabor a fresa, los dos amigos me contaron historias de Willinston: de esas –decían– que no salen en los periódicos.
Por ejemplo, la del hombre que había amenazado con matar al camarero, y que cuando llagaron los polis, le dejaron que se marchara, con el argumento de “Bueno, es que él conduce un camión de la empresa…”. Muchas de las empresas aquí utilizan los vehículos de sus empleados, aunque la mayor parte de los camiones con marca son pick-ups blancas Ford Super Duty con el logo de Halliburton en las puertas.
Ambos mencionaron rumores sobre peleas clandestinas en salas con paredes y puertas acolchadas de las que el ganador podía irse con 50.000 o 60.000 dólares en metálico, y hablaron sobre partidas de pocker que para entrar había que pagar más de 1.000 dólares. Pronto empecé a darme cuenta del desafío que significaba informar sobre los campos petrolíferos: los rumores estaban por todas partes; no existe, por ejemplo, un alijo de armas y explosivos escondido en una carbonera detrás de ScenicSports & Liquor, a pesar de lo que se cuenta. Aun así, es verdad que han ocurrido las cosas más insensatas.
Mencionaré solo tres: durante el invierno, un residente de larga data alquiló un casa helada a razón de cinco dólares por noche a unos trabajadores recién llegados que estaban desesperados por conseguir alojamiento; unos integrantes de la empresa de seguridad privada Black Hawk (sin relación con la firma de mercenarios Blackwater, aunque a su fundador le encanta el “factor intimidatorio” provocado por la confusión) dispuso una vez a sus hombres, armados con fusiles de asalto M-4, para custodiar 15 toneladas de explosivos necesarios para el fracking en el medio de la zona desértica del sur de North Dakota; las empresas petrolíferas que trabajan por aquí ha quemado miles de millones de dólares de gas natural directamente en la atmósfera porque eso era menos fastidioso que construir un gasoducto para transportarlo.
Sean o no verídicas las historias que me contaron estos dos hombres, yo quedé tocada por su generosidad; también por la amabilidad de otras personas. En el primer día que pasé sola allí, una mujer que trabajaba en Aspen Lodge & Suites me prestó una camisa, me ofreció algunas ideas para mis notas y me convidó con comida casera. Es posible que los profundos lazos sociales y la humildad a toda prueba de la gente de North Dakota en los tiempos anteriores al boom continuaran impregnando la cultura del campo petrolífero, como sugería con optimismo un residente de toda la vida. Sin embargo, a veces la generosidad puede esconderse por completo dentro de otras cosas. El camarero, por ejemplo, trataría de atraerme hacia la industria del sexo underground prometiéndome que como periodista no haría falta una participación para acceder. Solo debía pasar una prueba, que implicaba arrodillarme.
“Yo hubiera deseado que continuaras adelante, así podría haberte ayudado con tu historia…”, me dijo después de que yo no aceptara.
De excursión
La siguiente vez que vi a Pedro Picapiedra, estaba cansado de su horario de trabajo tan irregular en Key Energy, una empresa de servicios en los pozos, fue así que nos pasamos la tarde viajando en su coche y visitando las oficinas de la competencia en búsqueda de otro empleo. Él llevaba unos pantalones de surfista de color celeste y tenía el labio inferior bordado con una línea de negras suturas; eran el recuerdo de una reciente riña de bar. Él era un amante, no un pendenciero –me aseguró–, aunque confesó que su contendiente acabó con la mandíbula rota y algunas grapas en la cabeza.
Según los residentes del lugar y los trabajadores en los pozos, entre ellos Pedro, en Willinston solo se podían hacer dos cosas: trabajar y beber. Los porqué de esto son bastantes sencillos. Al contrario de otras partes importantes del país, los trabajos bien remunerados se encuentran sin dificultad en los campos del petróleo. Como resultado de ello, North Dakota se enorgullece del menor índice de desempleo de EEUU: un espectacular 2,8 por ciento. Sin embargo, para acceder a esos trabajos, la mayoría de los trabajadores deben dejar a su familia e instalarse en esta remota región, donde lo más probable es que terminen viviendo en alojamientos proporcionados por las empresas, unos “alojamientos” consistentes en los contenedores construidos para el transporte marítimo. Otra consecuencia de la fiebre del petróleo es que el número de hombres supera con mucho –a veces, peligrosamente– al de las mujeres. A la vez, muchos de esos hombres se sienten muy solos y alienados; esta es la circunstancia que propicia el consumo de alcohol.
Pedro confiaba tanto en que conseguiría un nuevo empleo hacia el fin de semana que suspendió su búsqueda cuando surgió la más remota posibilidad de conseguir una mujer (“Sé que esto es una locura”, le preguntó a la secretaria de Nabors, un contratista de perforación, “pero… ¿estás casada?… ¿No?… Bueno, ¿a qué hora sales?”). Poco después paramos en R. Rooster BBQ Co. para comer algo de cerdo asado, después paramos en otro sitio para probar un Honda del 98. Me juró que a lo largo de los años había cambiado de coche 68 veces. Para acabar el día y por alguna razón que desconozco volvimos a parar en una carnicería.
Pedro me sorprendió cuando, en nuestra excursión, me dijo que él no era muy partidario del negocio de la extracción de petróleo; él había pasado mucho tiempo mirando el canal de TV National Geographic y estaba preocupado por la deforestación de la selva y el calentamiento de la atmósfera. “Cuando se dice que los osos polares pueden desaparecen en pocos años obviamente es que hay algo que estamos haciendo mal, muy mal.”
Entre los que había conocido, él no era el primer trabajador del petróleo que se preguntaba sobre la actividad en la que estaba implicado y mostraba preocupación por el cambio climático. Muchos eran sorprendentemente conscientes de que el hecho de quemar en el aire el gas natural que sale de los pozos de petróleo contribuye al calentamiento del planeta o de que el hecho de derramar en el suelo el agua utilizada en el proceso de fracking puede esterilizar la tierra. Incluso, cuando ya estaba por regresar, conocí a un obrero de pozo, que antes había sido guía en un río, que me recitó un poema completo de Terry Tempest Williams.
A pesar de sus auténticas preocupaciones, la mayoría estaban de acuerdo con los dichos de Pedro: “Yo, un hombre solo… no puedo hacer nada para cambiar las cosas. Entonces, quiero hacer un dinero y marcharme, encontrar un trozo de tierra en Iowa o Nebraska o Kansas o cualquier otro sitio, y vivir una vida de acuerdo con lo que quiero”.
Volví a toparme con él una semana más tarde en el recién abierto centro de recreación de Willinston, un centro que había costado 70 millones de dólares.
Por supuesto, en Estados Unidos hay un montón de sitios donde sus habitantes están resistiendo seriamente la extracción de combustibles fósiles. Por citar solo tres: en P.R Springs, Utah, los defensores de la tierra están tratando de parar la construcción de la primera planta del país pensada para explotar chapapote, o alquitrán; en una reserva en la meseta de Black Mesa, Arizona, los diné (a menudo llamados navajos, el nombre impuesto por los conquistadores españoles) están luchando para conseguir el cierre definitivo de una mina de carbón; en Nebraska, los líderes indígenas y rancheros locales han unido fuerzas para tratar de bloquear el último tramo del oleoducto Keystone XL criticado por llevar chapapote desde Alberta, Canadá, a la costa del golfo de México, EEUU. Pero Williston no es uno de esos lugares.
Perdida en el Salvaje Oeste
Es difícil saber si Williston, con toda su destreza para extraer combustibles fósiles de las profundidades de la Tierra, es una ventana abierta al futuro de la nación o el último estertor del pasado. Ciertamente, las opiniones –enormemente discordantes– acerca de qué hacer con la fiebre del petróleo dan cuenta de la creciente polarización sobre dónde debería ponerse el énfasis en los próximos años. Por un lado, los partidarios del boom ven una reactivación de la energía nacional, que es justamente lo que Estados Unidos necesita: más puestos de trabajo, la actualización de una superioridad tecnológica y la posibilidad de que los ricos (no importa quiénes) tomen la palabra, especialmente si se es hombre, o blanco, o ambas cosas a la vez. Por el otro, los que se oponen al frenesí del petróleo lo consideran que la última llamarada de gas metano es la encarnación de las peores tradiciones estadounidenses: la codicia desenfrenada, el saqueo de los recursos y la violencia machista. El último aspecto se está convirtiendo en un problema cada día más acuciante en la medida en que los trabajadores de los pozos procedentes de muchos sitios de EEUU se trasladan en grupo a las reservas de las Tres Tribus Asociadas de Berthold, North Dakota, donde están a salvo de cualquier acusación legal por parte de los gobiernos tribales. Como alguien le dijo al Atlantic, “Salvo matar a alguien, allí puedes hacer cualquier cosa”.
En Williston, para referirse a este sitio, prácticamente todos los trabajadores del petróleo utilizan una expresión que encaja con ambos puntos de vista: “el Salvaje Oeste”.
Debajo de esta sensación de vértigo y posibilidades en este sitio fronterizo del nuevo imperio estadounidense de la energía acecha la soledad más indescriptible. Desde el comienzo del boom, al menos 15.000 trabajadores –hombres, en su mayor parte– llegaron solos a Willistone. Desde que los conoces, adviertes claramente que la mayor parte de ellos llevan consigo la presencia de la otra mitad de su vida: fotos de sus hijos, recuerdos de las que fueron sus mujeres, acentos de su crianza en Minnesota o Liberia. “En su rostro, casi puedes ver lo perdido, la desesperación”, me dijo Marc Laurent, el gerente de Aspen Lodge & Suites, donde viví mis primeros días, hasta que el costo del alojamiento se llevó mis ahorros y, como la mayoría de los recién llegados en Williston lo hacen en algún u otro momento, me resigné a vivir en mi coche.
Buck, uno de los huéspedes de Laurent, era justo el tipo de hombre que él me había descrito. Antiguo obrero de la construcción, la primera vez que lo vi daba vueltas en el sucio patio de Aspen; estaba con resaca y ojeroso. Una vez había tenido una mujer –en casa–, pero la cosa no había funcionado.
En cuestión de minutos, me invitó a comer, y después a que fuera su compañera de cuarto. Solo para ahorrar dinero, me aclaró (yo decliné el ofrecimiento). Conversamos en el despojado pasillo que comunicaba una serie de habitaciones adosadas que habían llegado prefabricadas menos de seis meses antes. Me contó que había estado ocho meses en Williston, sobre todo montando las casas unifamiliares que las empresas petrolíferas estaban levantando a toda prisa.
Buck, un hombre mofletudo e inteligente, me dijo: “Estoy tratando de reconstruirme”. Sus palabras hicieron que yo lo imaginara tratando de estructurarse, midiendo la longitud de sus brazos y el ángulo de sus hombros, hasta que por fin –con unos clavos y un martillo– se dejaba a sí mismo en forma. Había algo desesperado en el modo en que él, y otros como él, habían llegado a este sitio. Muchos, después de todo, habían venido a este pueblo porque necesitaban trabajar, porque en 2008 la economía del lugar donde vivían había colapsado y nunca se había recuperado. Sin embargo, ninguno de ellos trataba de rehacer su vida en Williston. Por el contrario, como muchos me aseguraron, después de algunos años, cuando hubiesen hecho un dinero, se marcharían.
A las pocas semanas empecé a tener una sensación de desarraigo. Algunas veces, las cosas de las que me enteraba me dejaban mareada, como cuando escuché la tópica estimación de que el boom de Bakken podía durar fácilmente otros 20 años más. O cuando supe que las empresas petrolíferas ya estaban elaborando planes para utilizar el fracking en las aguas profundas del golfo de México. O cuando me dijeron que el condado de Tulare, California, se había quedado sin agua en los grifos como consecuencia del gran aumento de las perforaciones. Pero la mayor parte del tiempo solo me sentía atontada. Cuando uno de los gorilas del bar de strip-tease en el que trabajé tiempo después me dijo que la cabeza del muchacho fallecido se la habían abierto “como un melón”, me di cuenta de que aquello no me importaba mucho: el muchacho no me había dejado propina.
“He estado pensando que quizás me quede un tiempo en North Dakota”, le dije al contestador automático de mi mejor amiga antes de tomar mi turno de camarera cuando había pasado cerca de un mes en mi excursión. En Whispers estaba haciendo un buen dinero. Incluso había hecho algunos amigos –que no eran rufianes– y le había cogido el tranquillo a eso de vivir en el coche. Hablaba cada vez menos con mis padres y mis recuerdos de la Costa Este parecían estar cada día más borrosos. Daba la impresión, me di cuenta, de que me había convertido en una parte del país del petróleo, y que este había llegado a ser una parte de mí.
Sin embargo, mi amiga no se impresionó. “No, no hagas eso”, me dijo en el teléfono el día siguiente. “Necesitas volver a casa.”
Entonces, más o menos una semana más tarde, metí en la guantera del coche mis libretas de notas y emprendí viaje hacia el este, dejé atrás las llamaradas anaranjadas de los pozos que lamían la negrura de la noche, dejé atrás las marañas metálicas de las refinerías de Indiana y Ohio, dejé atrás las bombas de los pozos que picoteaban el suelo de Pennsylvania y quemaban gasolina durante todo el día; los recuerdos de Williston se resistían a abandonarme.
Laura Gottesdiener es una periodista freelance que al fin regresó a la Costa Este, justo a tiempo para la boda de su hermano. La autora de A Dream Foreclosed: Black America and the Fight for a Place to Call Home, su obra aparecida en Mother Jones, Al Jazeera, Guernica, Playboy, RollingStone.com. Es colaboradora frecuente de TomDispatch. Actualmente, está trabajando con Zuccotti Park Press en un libro sobre cambio climático y sustitución.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175906/tomgram%3A_laura_gottesdiener%2C_adrift_in_oil_country/#more 

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