En mi mapa de Italia nunca tracé ninguna ruta para ir a Venecia. ¿Les pasa que hay ciudades que se pueden dejar para después? Eso era Venecia para mi: una ciudad postergable, un tumulto que no quería desandar, un después para quién sabe cuándo, si es que acaso alguna vez. Pero como los viajes nunca son lo que se planean, la ruta me llevó a Milán solo por intentar llegar a Madrid sin pagar mucho y como nada estaba bajo mi control -aunque creía que sí- pasé unos días en Verona y fue allí, en esa ciudad que tampoco aparecía en mi mapa, donde me convencieron de ir a Venecia: estaba a solo una hora de camino en tren y sería el único día soleado de toda la semana, mientras en Verona estaría lloviendo. Así que fui a Venecia ida por vuelta, sin esperar nada. Solo por el afán de ver y abarcar más caminos. Pero viajar a Venecia fue una revelación. A esa ciudad que flota, llena de gente, la encontré tan fotogénica que fue difícil no quererla a primera vista. Venecia se me coló por todos los sentidos y fui desandando sus sonidos, sin ningún tipo de orden. No tenía un mapa y poco me importaba. Seguí a la gente, leí los avisos en las paredes, subí sus puentes, entré a callejones, me enredé en tendederos, miré por las ventanas. Me perdí, creí que no iba a saber a volver, la caminé con sorpresa y asombro: por aparecer tan tranquila y al mismo tiempo, tan abarrotada de gente, con tanto ruido y movimiento. Ahora que escribo esto, no puedo evitar pensar cuánto ha descansado Venecia de nosotros, cuán sereno debe andar su paisaje e imagino a sus habitantes yendo al mercado, por fin, sin nadie tomando fotos a su alrededor. Qué cansada debes estar, Venecia, pero qué hermosa eres. Y eso es lo que vengo a contar de ti.
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