Revista Viajes
De repente recordé que desde el balcón de mi casa se veía en blanco y negro. Salí a escuchar, las pantallas me tenían absorbida. Otra vez el golpeteo de la madera contra el metal a las diez de la noche. La ciudad ardiendo y yo hacía días que no salía, ni al balcón, ni a la noche, ni al banco y negro de mi calle. Me desdoblé y volví a nacer, allí abajo. Fui efecto de una lágrima que cayó de tres pisos de altura y agujereó, como ácido, el asfalto caliente, catalán. Me observo ahí en el suelo: la cara me la dejé pegada a un selfie y ya no la tengo conmigo. Estoy tumbada aunque luchando por escapar y mis dedos laten a cuatroscientas pulsaciones por minuto. No es mucho, el corazón del colibrí late a seiscientas en reposo; no es poco, no alcanzo a ver mis manos. ¿Será que siguen arriba, escribiendo? Se me confunden en la oscuridad entre capas de Photoshop que duelen, se pierden. Ya casi en el exterior y me vuelvo a acordar de la seguridad de las pantallas, que me vomitan una realidad inventada. ¿Salir? ¿Volver?