“Un viaje de diez metros” o las nemotecnias del paladar.
“Los erizos de mar saben a vida…
La vida tiene su propio sabor,
Oculto. en su caparazón.
Vida cruda, hermosa…
Pero para cocinar, debes matar.
Creas fantasmas.
Cocinas para crear fantasmas.
Espíritus que viven en cada ingrediente…”
En esas palabras de la madre del protagonista, en su India natal, cuando le enseñaba a su hijo a saborear las comidas con todos los sentidos, se encierra la esencia de la película “Un viaje de diez metros”, una hermosa historia que nos hace entender cómo los sabores, aromas, visiones, de la comida nos traen recuerdos, nos traen vida.
La memoria muchas veces es traicionera.
La vida, en algún momento, nos trae un olor, un sabor que nos transporta a tiempos remotos, que evoca épocas lejanas de nuestra historia personal. Es como un fantasma que logra incluso que lo que en alguna oportunidad no nos gustó o aborrecíamos, por la magia de la memoria traicionera, se vuelva un sabor entrañable, un aroma que nos devuelve a la vida.
“La cocina trae recuerdos”, insisten en la película. Nada más cierto. Esta obra muestra cómo podemos percibir incluso más allá de los sentidos.
El olor a pan recién horneado nos lleva inmediatamente a un viaje al pasado. El aroma de una especia es el clic para un automático flash back.
Sí. Al cocinar creamos fantasmas y al degustar la comida, esos fantasmas pueden aparecer.
Al final, la vida está compuesta de sabores y memorias, de aromas y recuerdos. Pasamos la vida acumulando nemotecnias en el paladar, en la lengua, en la garganta.
La nariz almacena postales.
“Un viaje de 10 metros” es de esas películas que nos reconcilian con la vida. Nos muestra que vivir es hacer un viaje hacia uno mismo, hacia nuestra esencia y el éxito está en conseguir ese lugar donde nos sintamos cómodos. Donde nos sentimos felices.
La vida es un viaje que se emprende para conseguirnos a nosotros mismos y el éxito es haberlo logrado al final, sin importar “la estrellas” que se puedan haber acumulado.
Helen Mirren, merecidamente nominada al Oscar por este rol, está impecable en su papel de orgullosa y competitiva maestra de cocina y regente de restauran.
La película del sueco Lasse Hallström tiene esa capacidad especial que tienen otras películas del género gastronómico como “El festín de Babette”, film danés de Gabriel Axel ganador del Oscar a la mejor película de habla no inglesa (1987), o “Chocolat” del mismo Lasse Hallström (2000), de reconciliarnos con la vida y, por supuesto, con el cine. Como aquella versión cinematográfica mexicana de la novela de Laura Esquivel, “Como agua para chocolate”, dirigida por Alfonso Arau (1992).
Estos films narran historias que, como “Bagdag Café” de Percy Adlon (1987) -film que aunque no es específicamente “gastronómico”, se desarrolla en un café-, o “¿Reinas y reyes?” de Beeban Kidron (1995), se centran en la llegada de gente extraña a un lugar a donde no pertenecen y en un principio son rechazados, situación a la que logran darle un giro. Los personajes cambian el lugar y a las personas que allí habitan a partir del amor en sus diferentes manifestaciones: amor al trabajo, amor al prójimo, amor a la familia, amor a la comida, amor a la vida. Y, al final, logran hacer de un lugar extraño, su hogar, y la hostilidad inicial la viran en amistad.
Eso son esas películas, obras que nos enseñan la importancia del amor, la tolerancia y la capacidad para aceptar las diferencias y los cambios.
Madame Mallory: “¿Pero porqué cambiar una receta que tiene 200 años?”
Hassan Kadam: “Porque a lo mejor 200 años ya son suficientes”.