(JCR)
Miércoles, 3 de agosto. Después de tres horas de viaje por una carretera infernal que me llevo de Goma al puesto fronterizo de Bunagana, cruce de la Republica Democrática del Congo a Uganda para volver a España. Tras negociar con un taxista un precio que me pareció razonable, hice la primera parte del viaje que es la mas difícil: 90 kilómetros de curvas por montanas que parecen no terminar nunca hasta llegar a Kabale, ciudad donde hay mucho mas trafico de autobuses que en la dormida Kisoro.
Llegue a las tres de la tarde y me senté bajo el porche de un hotel donde paran autobuses que vienen de Kigali. A mi derecha estaba aparcado un bus amarillo que tenia su salida a las 8,30 de la tarde. No quería hacer el viaje de siete horas de noche porque al día siguiente tenia que hacer bastantes cosas en Kampala antes de coger el avión de vuelta a Madrid y dos noches sin dormir habría sido demasiado, sobre todo después de un mes largo de trabajo en condiciones poco fáciles. A mi lado, un joven de veintipocos años no dejaba de hacer llamadas con sus dos móviles que ejercían en él el efecto de estimularle a levantarse, hacer aspavientos, reírse y charlar en voz alta.
Eché de menos tiempos pasados en los que los viajes por África se convertían en ocasiones para entablar conversación con la primera persona que te encontrabas a tu lado, y en las que las esperas largas se veían compensadas con la facilidad de tener un contacto humano con hombres y mujeres a los que veías por primera vez. Pasaron unos 40 minutos cuando, aprovechando unos segundos de silencio por su parte, antes de que se apresurara a realizar la siguiente llamada, me atreví a asaltarle con la palabra para preguntarle si tenía idea de cuándo podría pasar algún autobús procedente de Ruanda. Sorprendido por mi audacia, me miró con una mirada no exenta de sospecha y tras titubear un par de segundos me informó de que era muy probable que pasaran por lo menos tres.
Apenas había terminado de informarme, llegó el primero de ellos, que tras doblar la curva aminoró la marcha pero sin llegar a parar, mientras dejaba tras de sí una estela de polvo y varios frustrados pasajeros que corrían en vano detrás de él.
La misma escena se repitió tras una media hora, durante la cual yo continué mi tediosa espera al lado del joven que no paraba de usar sus dos teléfonos móviles y con quien no pude cruzar ninguna otra palabra.
Serían las seis y media de la tarde cuando llegó la tercera oportunidad, y en esta ocasión sí que ocurrió que a la tercera fue la vencida. Tuve suerte de que el autobús se parara enfrente de mí, y tras abrirse la portezuela salió el revisor, quien me cogió de la mano y me ordenó, mas que invitarme, a entrar en el autobús asegurándome de que había asientos libres.
Caminé por el estrecho pasillo mirando a los pasajeros buscando alguna expresión de viajero con ganas de cháchara. No pude cruzarme con muchas miradas porque más de la mitad de los viajeros aprovechaban la breve parada para teclear en sus teléfonos móviles y enviar mensajes cortos a sus conocidos. Finalmente, casi al final, me acomodé entre dos hombres, ambos con aparatos electrónicos de última generación cuyo nombre yo sería incapaz de identificar. Ninguno de ellos me miró, y mi saludo cayó en saco roto. Arrancamos a los dos minutos, y durante las casi siete horas de viaje no dejaron de hacer o recibir llamadas, escuchar música, enviar mensajes y consultar ficheros varios. Yo, que sigo con el mismo Nokia barato que me compré hace diez años en Uganda, a quien guardo fidelidad y afecto a pesar de que ni saca fotos ni tiene música ni me da acceso a internet, me quedé confundido mientras miraba de reojo a mis dos compañeros con pocas ganas de conversación.
A mis espaldas, un hombre y una mujer que debían de pasar de los sesenta años no dejaban de charlar animadamente mientras se reían con ganas. Sentí envidia de ellos y lamenté no poder haberme sentado en su compañía. El autobús iba como una centella por una carretera poco estable y llena de baches. Desde fuera llegaba el aire fresco de la noche y el olor de hogueras y de tierra mojada. Miré a las estrellas lejanas, únicas luces que brillaban en una noche cerrada por la que navegábamos hacia la capital. Alguien en el autobús puso la vieja canción “Sauri Yako”, una de mis favoritas que evoca en mi recuerdos de hace más de 25 años, cuando llegué a África por primera vez.
En aquella época no había teléfonos móviles, ni ipods, ni blackberries, ni otros aparatos cuyos nombres no consigo retener. Cuando viajabas, charlabas con el primero que tenías al lado y cuando llegabas a tu destino no te había importado la incomodidad del viaje y marchabas con el corazón esponjado y el alma llena de calor humano. Hoy hay mejores medios para comunicarnos, pero no estoy seguro de que acortemos las distancias entre los corazones. En África, donde la palabra siempre ha tenido un carácter sagrado y podías usarla para hacer que un desconocido se convirtiera en tu amigo, viajo en silencio al lado de dos desconocidos que usan sus medios sofisticados para ponerse en contacto con seres a los que verán al cabo de pocos minutos. Es muy probable que cuando les encuentren esa noche les digan un escueto “hola” antes de sumergirse de nuevo en las profundidades de sus teclados.