Creo que fue Azorín (si la memoria no me traiciona) quien dijo que muchas de las obras teatrales de Lope de Vega están “hechas maravillosamente de nada”. Lo dijo, es evidente, con elogio, queriendo poner de manifiesto la maestría verbal de un autor que, a base de palabras, consigue en quienes leen o escuchan sus obras la máxima atención. He recordado esa paradójica sentencia al leer Un viaje frustrado, de mi admiradísimo Josep Pla, porque creo que su mecanismo esencial obedece a un criterio idéntico: lo que el prosista de Palafrugell hace es, más o menos, lo mismo. Y también yo lo digo con elogio.
En síntesis, Pla nos cuenta cómo acompaña a su admirado Hermós (su nombre es Sebastià Puig) en su bote, para dirigirse con él a Francia, bordeando la costa catalana. Hermós es “un hombre singular, como pocos hay en este mundo” (p.26), con el que Pla afirma haberse tomado “cuatro o cinco mil sardinas fresquísimas” (p.28); y que despliega ideas de lo más sorprendente: está convencido de que la Tierra es plana, que a veces la luna se retrasa con respecto al horario previsto o que “las dos cosas más graciosas de este mundo son saber tocar la guitarra y hacer trabajar a los demás” (p.94). Todo ocurre en septiembre de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial aún se encuentra activa y, por tanto, los asuntos relativos a las fronteras resultan arduos, sobre todo para quienes, como ellos, carecen de todo tipo de papeles.
¿Y qué ocurre durante ese viaje? Pues, desde el punto de vista novelístico, no ocurre absolutamente nada; pero ocurre la vida. Josep Pla se complace en contar qué vientos actúan sobre la embarcación, qué velocidad o empuje despliegan las olas, qué características presentan los paisajes marítimos y terrestres que van contemplando, cómo son los marineros o taberneros con quienes alternan durante esos días, a qué saben o cómo confeccionan los diversos alimentos que van tomando… Esa crónica minuciosa, pequeñita, conmovedoramente humana, es lo que deja en nuestros ojos esta narración, junto a algunas frases que conviene subrayar para no olvidarlas (“Tal vez lo más estúpido de la vida es la tendencia permanente a olvidar nuestra propia nulidad, nuestra indescriptible, intrínseca memez”. “La cultura es una forma enfermiza de la vida”).
En suma, un libro contemplativo y delicioso, donde se nos intenta transmitir la idea de que resulta absurdo confundir lo primario con lo pobre o la sencillez con la precariedad, tanto desde el punto de vista literario como desde el humano.
Para un hombre que se limitó a poner adjetivos después de los sustantivos (eso le dijo, socarrón, a Joaquín Soler Serrano en una entrevista célebre), no se puede decir que esté nada mal.