Cuando entré a la casa de Hemingway, tomé el folleto, me separé del grupo del tour, entré a la sala que quise y comencé a leer en voz alta: “los muebles son españoles, del siglo XVII. La lámpara es de cristal italiano de Murano, Venecia. Ernest Hemingway nació en Oak Park, Illinios en el año 1889 y murió en Idaho en 1961. Verán fotos de Hemingway con sus distintas esposas…” y todo eso lo dije -quién sabe porqué- imitando un acento mexicano, mientras quien me acompañaba se reía e intentaba concentrarse en lo que veía.
Llovía afuera de la casa de Hemingway, incluso llovía en sus jardines y sobre todo Key West en lo que parecía ser un día húmedo y especialmente caluroso como suelen ser los días en Florida. Un grupo iba detrás del guía en completo silencio, haciendo fotos en desorden y quizá malas de todos los objetos personales del escritor. Sus vajillas, la cama donde dormía, los azulejos de su cocina, las lámparas. Todo. Yo entraba a las salas vacías y las exploraba con gusto hasta que el grupo se acercaba con sigilo y me iba a otra, huyendo de una explicación que no quería escuchar.
Me detuve, eso sí, delante de una vitrina perfectamente cerrada en la que guardan la biblioteca personal de Hemingway y fui yo la que entonces hizo una pésima foto del momento. Siempre me ha dado curiosidad saber qué acostumbraban a leer esos escritores a los que busco con ahínco y allí estaban, sobreviviendo al tiempo, la primera edición de “When nights descends”, de Edgar Calmer -y firmado por él mismo para el propio Ernest- o el libro “How to make good pictures”, o “Loving Free” de Jackie Herrigan. ¿Cuántas veces los habrá leído Hemingway junto a los otros que ya lucen títulos borrosos? Me pregunto si le gustaron, si eran aburridos, si se quedó dormido mientras leía. Me pregunto también si se habrá emocionado al tener en sus manos la primera impresión de “El viejo y el mar”, un libro que yo leí hace años sin saber que Hemingway era Hemingway. Esa portada desgastada está exhibida en alguno de sus cuartos y entiendo que no me importan las lámparas colgantes colocadas por Pauline, su esposa -algo que escucho a lo lejos en voz del guía- sino la emoción de sus libros. Por eso su casa es un museo, por lo que escribió, por su manera de ver las cosas. O eso creo.
Sin embargo, me detengo en el hecho de que Hemingway tenía entre 50 y 60 gatos y huellas de eso hay por toda la casa. Quizá le presto atención al detalle porque a mí no me gustan los gatos y voy dando tumbos por ahí mientras cuento a los que se van apareciendo porque, para hacerlo más interesante, en la casa aún vive casi esa misma cantidad de felinos. Entonces, los viajeros se detienen a fotografiarlos mientras ellos van caminando por los bordes de los balcones o posan sobre alguna mesa de noche o bajo la sombra de alguna de las palmeras que están alrededor de la piscina que, a su vez, está muy cerca de un improvisado cementerio para las mascotas y sus nombres peculiares.
Hemingway cuidaba de sus gatos quizá con el mismo afán que cuidaba su cuarto de escritura, porque al fin y al cabo fue en Key West, en su casa, en ese cuarto, donde escribió el 70% de sus libros. Ahí le dio sentido a “Por quién doblan las campanas”, “Green Hills of África”, “Death in the afternoon” o “To have and have not”, pero no a “El viejo y el mar”. Eso fue en Cuba. Y mientras anotaba esos nombres fui de un jardín a otro en medio de la espesa humedad tan propia de Key West, deteniéndome en algunos detalles como las cortinas llenas de figuras gatunas, las fuentes, o los banquitos puestos como al descuido para el que no quiera irse tan rápido y quedarse sentado ahí como esperando ver entrar a Ernest en cualquier momento.
PARÉNTESIS. La casa fue construida en 1851 por Asa Tift y fue la primera casa de Ernest Hemingway. Ahí vivió con su esposa Pauline y sus dos hijos, Patrick y Gregory desde 1931 hasta 1940. Los tickets se compran en la entrada (13$) y solo en efectivo. Está abierta todos los días de 9am a 5pm.