Revista Cultura y Ocio

Una abeja en la lluvia - Carlos de Oliveira

Publicado el 26 noviembre 2018 por Elpajaroverde
«Aun así, se había tragado dos leguas de barrancos, de lodo, de invierno». Así comienza esta historia uno de sus protagonista. Atragantándose con distancias insalvables. Enfangándose en barro ponzoñoso moldeado por la lluvia de un invierno perenne y frío. El frío hiela pero también quema. Y la confusión que causa la lluvia en la hora oscura nubla la razón.
El hombre emprende esa distancia de dos leguas, caminando y bajo amenaza de lluvia, con la intención de hacer pública una confesión, de liberarse de los remordimientos que intermitentemente le invaden. También, para qué engañarse, para «abatir el orgullo de su mujer [...] Atarla más a él, estar ambos más unidos en la deshonra, ya que no lo estaban en las demás cosas».
Así comienza esta historia este hombre. La terminará «herido por la confusa comprensión más brutal de que había vuelto al punto de partida, trazando un círculo vano con el sufrimiento de aquellos días». De esos días de lluvia persistente, en los que se rebasan los muros de contención del caudal de ira, insatisfacción, humillación y resentimiento hasta desatarse una tormenta violenta y sombría, nos habla Carlos de Oliveira en Una abeja en la lluvia.
Una abeja en la lluvia - Carlos de OliveiraEn esta novela llueve mucho, como habréis podido percibir; tanto climatológica como metafóricamente. Llovía el día en el que Álvaro Silvestre y Maria dos Prazeres de Alva contrajeron matrimonio. Ella «aún lograba recordar con increíble claridad la ola de sentimientos contradictorios que la arrastraban pausadamente al altar: la amarga obediencia a sus padres y su deseo de ayudarles, la curiosidad y el miedo, el miedo y un poco de esperanza; avanzaba del brazo de su padre, toda de blanco entre un rumor de órgano y susurros; sonreía, pero en su interior iba naciendo un grito, un grito siempre reprimido; la lluvia caía, caía, ciertamente, en el pasado y ahora». En el pasado, tenue, cual agua cristalina que brota de la fuente de la infancia; después, el agua que corre por el camino de la vida se enturbia con la inmundicia que arrastra de la orilla; ahora, el agua es turbulenta, oscura, tenebrosa y magnífica, como el grito tantos años contenido y que pugna por eclosionar en los labios de la entonces joven novia, como la propia presencia de la que más tarde llamarían Doña Prazeres.
Álvaro y Maria dos Prazeres se casan en una época en la que los cónyuges son a menudo moneda de cambio. La novia es hija de una familia hidalga empobrecida. El novio, un labrador y comerciante adinerado. «La pobreza, que es la mayor de las cegueras», actúa de casamentera, y el padre de la muchacha vende a su hija cambiando así «sangre por dinero».
La sangre corre en esta novela como cae la lluvia. Y se encharca y se empantana y coge el tono de herrumbre tan parecido al lodo de las heridas añejas, que son «tenaces y constantes como es de ley en los grandes odios». Pero esa sangre puede ser vivificada por «la sangre abundante de las heridas recientes» y brota con tal ímpetu que quien la lleva la siente bullir y «correr por todo el cuerpo, pasar de simple razón mental a sustento del corazón, a savia que volvía posible la existencia, y también la muerte si la fuente de donde manaba se secara de pronto». Pero la fuente está abierta y brota sangre nueva. Y su rojo intenso ciega y confunde tanto como el negro de la noche más oscura.
«Una sombra que no se distingue bien casi no es un hombre. Le falta la luz de los ojos, la sonrisa, las facciones, el alma a flor de piel. Es una cosa anónima y sin rostro, incluso cuando tiene voz y pasa cantando por los senderos. Cuesta menos herirlo que a un hombre de verdad a la luz del día».
A la luz del día Álvaro piensa. Porque se ha dado cuenta recientemente, de forma casual, por una frase llegada a sus oídos escapada de una azarosa conversación, de lo efímera que es la vida, de que el acto de creación lleva en sí mismo implícita la muerte segura. Así que piensa en lo estéril de su existencia tal vez pronta a terminar. Y piensa también en su esposa, incluso más de lo habitual, y «quién sabe si no será ella la propia muerte, insinuándome día tras día la miseria de vivir, un mensaje que me envía Dios para que yo entienda que todo es pasajero e inútil y para que voluntariamente renuncie a todo». Porque la relación con su esposa es un toma y daca. Porque la insatisfacción y represión que calienta la olla a presión que es su matrimonio no solo la alimenta la lucha interna de cada uno de sus cónyuges y la lucha de clases que ambos simbolizan, sino también la negación por parte de la esposa de los placeres que su nombre promete, ese dique contra el que Álvaro choca una y otra vez.
«Cuántas veces le había visto arrimarse al muro que ella erguía entre los dos como quien golpea a ciegas en una puerta oculta que no sabe dónde está ni adónde da y quedarse allí toda la noche, en el umbral helado y miserable; en la madrugada azuzan a los perros de la casa contra todo aquel que llama, lo que ella había hecho siempre, después de abandonarle al silencio donde no hay nadie, o si hay alguien no se despierta y si se despierta no responde ni abre; nunca le he tendido la mano en busca de un poco de comprensión recíproca y, no contenta con ello, respondí a las tentativas de él, que también quería paz, soltándole los perros (la cólera, la ira, los insultos), ¿qué otra cosa podría haber hecho?»

Una abeja en la lluvia - Carlos de Oliveira

En la oscuridad... Fotografía de David Álvarez López


El muro al que se acerca Álvaro es el mismo que preserva en la habitación de Maria dos Prazeres el frío aliento de los perros que azuzan su soledad e incitan a su moradora a pensamientos lujuriosos. «Te asombras de que yo sueñe?», le espeta a su esposo cuando el grito tanto tiempo contenido finalmente explota, «siempre sueño sobre sueños para olvidar tu cama, el pan de tu mesa. Lo que nunca supuse fue haberlo dado a entender y ahora [...] lo odio por haber contado lo que era solo mío, tan íntimo que, de haber podido, me lo hubiera ocultado a mí misma».
Carlos de Oliveira, aunque poco traducido al español y aún menos conocido en nuestro país, fue un reputado escritor portugués. Escribió poesía y cinco novelas, entre ellas la que aquí reseño y cuya imagen de portada es el rostro del propio autor. Su condición de poeta es palpable en el lirismo, simbología y exquisitez de su prosa. Sus frases son poderosas y encierran cada una de ellas por sí mismas un mundo y una historia. Las palabras, elegidas con precisión de orfebre, despliegan un abanico de posibilidades y significados. Cuando vuelvo sobre determinados párrafos una vez concluida la lectura, la dualidad e intención de lo leído me azotan mostrándome la evidencia de la extraordinaria calidad literaria de su autor.
Otra cosa que me ha llamado la atención en la narración es que alterna en un mismo pasaje la tercera con la primera persona, al igual que la voz del narrador, principalmente omnisciente, abandona por momentos su lugar en la sombra para interpelar a los personajes no sé muy bien si asumiendo el papel de sus conciencias o, incluso he llegado a pensar, el de demonio burlón o instigador.
La obra literaria de Carlos de Oliveira está encuadrada dentro del neorrealismo portugués. A mí personalmente esta novela me ha traído reminiscencias de esa tragedia rural nuestra tan lorquiana. La trama se desarrolla en una pequeña población del norte de Portugal, zona geográfica en la que de Oliveira acostumbraba a situar sus ficciones. La opresión se palpa y no solo en casa de los Silvestre. Toda la ambientación juega a favor de la construcción de esa colmena en la que cada abeja tiene su celda estanca y su papel predeterminado. Todos los personajes se afanan ciegos e imperturbables a perpetuar ese enjambre de locura. No es miel lo que rebasa de los paneles sino cruda y amarga hiel. Y ay de quien sueñe con libar algo más dulce y terapéutico. Ay de quien intente echar el vuelo más allá de los asfixiantes dominios de la colmena. Bien pensaba uno de los personajes de esta novela que «en todo había una crudeza que era mejor no desvendar». No hay clemencia para las abejas rebeldes y despreocupadas que ansían la felicidad. La salida de la colmena no esta sellada pero, afuera, la noche es oscura y la lluvia arrecia.
«La abeja fue atrapada por la lluvia; latigazos, impulsos, hilos del aguacero enredándola, golpes de viento hiriéndole el vuelo. Dio con las alas en tierra y una ráfaga más fuerte la despedazó. Se arrastró por el guijo, se debatió aún, pero la vorágine se le acabó llevando con las hojas muertas».

Una abeja en la lluvia - Carlos de Oliveira

El garrotillo, pintura al óleo de Francisco de Goya.


Ficha del libro:
Título: Una abeja en la lluvia
Autor: Carlos de Oliveira
Prologuista y traductor: Xavier Rodríguez Baixeras
Editorial: KRK
Año de publicación: 2009
Nº de páginas: 192
ISBN: 978-84-8367-141-2
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