Revista Cultura y Ocio
La poesía tiene su indumentaria popular, su cartografía íntima de pétalos, adelfas indecisas, corceles blancos que fatigan prados de rocío y altas ventanas donde la luz predice un hechizo de amor puro. Es cosa de hilar unas palabras con otras y dar con el hallazgo de mayor sonoridad. Suele hacerse así. Hasta los grandes poetas hilan palabras y buscan el arrimo de esa epifanía. Hasta ahí bien. Normalmente, a quien no le entra por el oído la cosa poética, le da un poco de grima fonética esa retahíla de juegos florales (unos más florales que otros) y sucumbe a la simplicidad intelectual de pensar que todos los versos de todos los poetas son juegos florales y que todos se abastecen de esa delicada dulzura (como meter la lengua el un bote de mermelada), de metáforas inofensivas o huecas, de cielos pobladas de pájaros de colores y de estrellas que titilan en el cosmos y nos saludan. Quien, por el contrario, ha vencido esa trinchera semántica encuentra un regalo de los dioses, un registro soberbio de ese confín estelar, una especie de luz sublime que indaga en lo que la realidad oculta, descerrajando los usos de la costumbre, sorprendiendo al lector con texturas y con piruetas verbales que no siempre están al alcance de los novelistas (afortunadamente), de quienes manejan la prosa y cuentan, a su modo, las mismas historias, aunque amplificadas, arrebatadas de hondura. Hay novelas con aliento poético que desarman al lector más avisado. Como si escucharas el parte del tiempo en endecasílabos. La poesía es lo que hay debajo de las palabras, la sustancia que procurarse para entender lo que el lenguaje pragmático no alcanza. La poesía no es discreta, no se arredra, irrumpe con ímpetu, se atropella a sí misma cuando avanza, hace ruido, convierte el silencio en una llamarada de sonidos, una especie de invocación religiosa o de una revelación científica, da igual qué disciplina la ocupe, ella (la poesía) las entiende todas, no se censura caer en una o en otra, las dos son extensión suya. El mismo universo (me estoy envalentonando) es poético (en el sentido más lúdico que pueda usarse). No piensen en Coelho, no hay conspiraciones cósmicas, el vasto cielo no se ocupa de que yo respire ni permite que mi corazón ejerza su oficio de latir con el mismo compás que la honda palpitación de las estrellas en la hondura del espacio. La cultura poética se adquiere a base de leer, permítanme esa verdad de sencillo perogrullo. Leer poesía es un acto de introspección espeleológica. Cuanto más ahonda uno en ella, más comprende lo que a otras disciplinas del entendimiento les cuesta tanto descerrajar, ofrecer a la razón, aunque la poesía es una especie de reverso de ella, por más que sirva para conformarla. Esa paradoja. Lee uno poesía en textos que no la incluyen. Escribe uno a veces sin intención de que exista poesía y ella secretamente hace acto de presencia. Incluso no se conforma el lector de poesía con apresar su ración diaria de belleza (o de inteligencia) y lo poético acude en cualquier ámbito de la realidad. Hasta ahora (tomo café en una terraza y fumo con absoluta distancia social, puesto que nadie ocupa las otras mesas, ay) presiento la cercanía de ese hálito misterioso en el ir y el venir de la gente calle arriba o abajo. Una señora vestida con elegancia le comenta a su perro que se apremie y haga sus necesidades. Llega tarde a algún sitio, le reclama, asunto que no parece preocupar al animal y va obstinadamente a lo suyo, quién sabe lo que le urge y cuáles son sus prioridades y sus devociones. Cuando al final el perro levanta la pata y realiza la esperada evacuación, la señora enhebra una conversación con un señor que, a lo visto, tiene las mismas ganas de hablar. Contrariado, el chucho (no es bonito) le ladra con empeño. El lenguaje es asequible. Las bestias (a diferencia a veces de quienes en apariencia no lo somos) tienen un estricto sentido de la dignidad. Será eso. La urge a que finalice la improvisada cháchara. Llévame a casa, le dice. He ahí el vestigio lírico. El ladrido sindicalista. Cierta reclamación de índole privada y obligada a airearse y tomar cuerpo en el relato prosaico de las cosas. Poesía oculta, me diría K. No debemos entrar en qué tipo de poema ha trenzado el animal. Uno ocurrente, instalado en la realidad. Al escribir un poema, el poeta impone un objeto más al mundo. No siempre es preciso obtener un significado: a diferencia del lenguaje unívoco (cuál lo es en el fondo) el poético se instala en la ambigüedad y en el misterio. Dice a su manera, se expresa con una elocuencia única y múltiple al tiempo. Lo único posible es aquello que no intentas. La poesía (sigo el mismo hilo de las cosas) es una rosa de muchos pétalos, lo dejó escrito Eliot en un verso. El de hoy mío es de una recia afinidad a mi idea de la belleza (y de la inteligencia), la que haya. Ya no están ni el perro ni la señora, pero han sido guardados y su pequeña trama de vida pura no se habrá perdido del todo. Pequeñas incursiones imprecisas.