Revista Toros
APOLOGÍA DE LAS CORRIDAS DE TOROS
Por Juan Valera
Un discreto artículo, escrito por estilo elegante, que El Reino publicó el día 10, condenando las corridas de toros y procurando rebatir cuanto en defensa de ellas hemos dicho, nos obliga a tomar de nuevo la pluma para defenderlas y defendernos. Pero téngase en cuenta antes de todo que nosotros no queremos demostrar que las corridas de toros sean útiles y buenas; nosotros no las hemos querido convertir en una especie de enseñanza para el pueblo, ni hemos querido hacer de ellas una institución política y religiosa de trascendencia grandísima, como lo eran los juegos olímpicos, ítsmicos y píticos, a que el articulista de El Reino las compara. Nosotros nos hemos limitado a sostener que las corridas de toros son una diversión popular, ni más ni menos profana, ni más ni menos contraria a las buenas costumbres, que la comedia, el baile, los títeres, el circo ecuestre, las riñas de gallos y otras funciones por el mismo orden. Sin duda que sería muchísimo mejor que la gente fuese menos aficionada a divertirse y que se quedase en casa, estudiando, rezando o cumpliendo con sus obligaciones; pero, puesto que somos frágiles y gustamos de divertirnos, no nos parece que los toros sean una diversión más censurable que otra cualquiera. De este modo, y con estas limitaciones hemos defendido los toros, y basta indicarlo así para que vengan a tierra los más de los argumentos que nuestro colega nos hace.
¿Cómo hemos de creer nosotros que las diversiones públicas tengan por objeto, según dice nuestro colega, «levantar el espíritu de los hombres, perfeccionar sus sentimientos y sus ideas, engrandecer su alma y ensanchar el horizonte de sus miras por las regiones de lo infinito y de lo absoluto»? Bueno y rebueno sería que tuviesen las diversiones tan noble y santo propósito: pero ni le tienen ahora, ni jamás le han tenido. ¿Qué ensanche de miras, qué dilatación de horizontes, qué visión de lo infinito ni de lo absoluto ha de tener nadie después de ver a un saltarín hacer cabriolas, a la Nena bailar el Jaleo, o a un titiritero brincar en la maroma? ¿Qué ideas ni qué sentimientos se le perfeccionarán a nadie después de haber oído una zarzuela de Camprodón o un vaudeville malo y peor traducido? Nadie tampoco, cuando sale de su casa y va al teatro u a otro espectáculo cualquiera, se propone perfeccionarse y adelantar en su educación moral e intelectual: lo que se propone es distraerse un rato, si puede. A nadie se le ocurre decir: «Me voy al teatro a ver si me perfecciono y me corrijo y me abro nuevos horizontes y topo allí con lo infinito y lo absoluto.» Para hacerse sabio se va a la universidad a oír a los maestros y catedráticos, y para hacerse bueno se va a la iglesia a oír misa y sermones, y para hacerse místico y descubrir esos horizontes divinos, lo que conviene es la oración mental, el recogimiento, la penitencia y la conversación interior, y no irse a holgar por esos teatros, de fiesta en fiesta, y de bureo en bureo.
«Nosotros, añade el articulista, preguntaríamos a los que se retiran al hogar doméstico después de haber presenciado una de esas luchas entre los hombres y las fieras: ¿Qué nueva idea lleváis hoy a vuestra casa, a consecuencia de la función a que habéis asistido? ¿Qué perfeccionamiento sentís en vuestro ser?» La pregunta que hace el articulista de El Reino se parece a la que hace el caballero de la Tenaza a una dama que le pedía un balcón para ir a los toros. «¿Qué piensas que se saca de una fiesta de éstas?» Y el mismo caballero responde diciendo: «Cansancio y modorra y falta de dinero al que paga los balcones. Dala al diablo que es fiesta de gentiles, y todo es ver morir hombres que son como bestias, y bestias que son como maridos.» Pero nosotros que no estamos amenazados de pagar el balcón a ninguna dama, ni tenemos ese ensañamiento interesado contra las corridas de toros, no podemos decir que son gentílicas, ni que siempre se ven en ellas morir hombres, cuando en todo lo que va de siglo, habrán muerto cuatro o cinco en la plaza. Confesaremos, sin embargo, que no sentimos perfeccionamiento ninguno, ni traemos casi nunca nuevas ideas cuando volvemos de los toros; pero lo mismo nos sucede cuando volvemos de la comedia, del baile, de la tertulia, de los títeres y de otras muchas partes. Gracias si, al volver de la iglesia, o de la Biblioteca nacional, o de una cátedra, nos sentimos algo mejores o un poco más instruidos que cuando entramos en ellas.
Desengáñese nuestro poético adversario; si fuésemos a renegar, como nos aconseja, de toda festividad donde no recibiese el alma «mayor impulso hacia lo bueno y mayores y más vivas aspiraciones hacia un mundo superior, manantial de toda vida, foco de toda luz, centro de toda grandeza y origen de todo lo creado,» iríamos a pocas partes, salvo al jubileo y al sermón, y a oír lecciones de sana filosofía, donde haya quien sepa darlas.
Los juegos olímpicos, que cita nuestro colega, no comprendemos que pudieran producir en nosotros esos divinos efectos. ¿Qué mayor impulso hacia el bien, qué mayores aspiraciones místicas nos había de infundir la contemplación de la lucha, del pancracio o del pugilato, y los atletas combatiéndose desnudos y dándose furibundas puñadas, hasta verter sangre por las narices y la boca, y hasta cubrirse de cardenales y de contusiones horribles, y hasta caer y revolcarse en la arena, todos magullados y molidos? Lea el articulista cómo pinta Homero los juegos epitafios que dio Aquiles en Honor de Patroclo, y, aún prescindiendo de los sacrificios humanos, verá si son bárbaros. Para colmo de elevación del alma a Dios, solía también hacer algún filósofo cínico tal cual indecencia, o extravagancia mayúscula, en los mencionados juegos, que el articulista de El Reino nos presenta como un dechado. Recuérdese, en prueba de lo que decimos, el espectáculo que dio en ellos Peregrino, el famoso, cuando se vistió, o mejor dicho, se desnudó de Hércules e imitó a Hércules, quemándose en una hoguera como lo describe Luciano.
Pues no crea tampoco el articulista de El Reino que los famosísimos conciertos de Alemania, al aire libre, en los jardines públicos, tienen siempre ese carácter de sublimidad y de moralidad que les atribuye. En dichos conciertos suele tenerse muy presente aquella sentencia en verso de Lutero, que dice
Wer liebt nicht Weib, Wein und Gesang,
der bleibt ein Narr sein Lebenlang:
que es como si dijéramos:
Quien no ama el canto, la mujer y el vino,
es durante su vida un gran pollino.
Es verdad que a estos conciertos asisten honrados burgueses, que se atiborran de tortas y de cerveza, y que fuman en pipa, mientras oyen la música, y excelentes matronas que hacen calceta, prestando siempre alguna atención al arte; pero allí acuden también las costurerillas alegres y los estudiantes regocijados; y se come, y se bebe, y se retoza, y se suele, pensar en todo menos en lo infinito y en lo absoluto, y se ven muchas cosas que nada tienen que ver con los horizontes ideales. Lléguese el articulista de El Reino a una joven pareja que salga de estos conciertos, y pregúntele: «¿Qué perfeccionamiento sentís en vuestro ser?». La pareja es probable que le conteste a dúo con aquellos versos de Heine:
Ich habe gerochen alle Gerüche
in dieser holden Erdenküche;
esto es, aunque mal y libremente traducido:
He olfateado toda golosina
del mundo en la dulcísima cocina, etc.
El mundo sería para esta pareja una cocina y no un templo.
Añádase a esto el juego desenfrenado, que suele combinarse en Baden y en otros puntos con los referidos conciertos, y comprenderá nuestro entendido impugnador que no es todo oro lo que reluce, y que es rara, muy rara, la diversión pública que un moralista severo no pueda y deba condenar.
Achaques son de la decaída y pecadora naturaleza humana, y lo mismo se advierten sus deplorables síntomas en las corridas de toros que en cualquiera otra diversión, incluso la del teatro, a pesar de la manía que ha entrado a varias personas de sostener que el teatro es una escuela de costumbres. Todo lo contrario han pensado muchos Santos Padres y muchos eminentes teólogos, y más veces se han prohibido las comedias y más se ha clamado contra ellas que contra los toros, aunque en balde siempre.
En España, donde ha sido el teatro tan grande, tan rico, y en cierto modo tan católico, ha sido anatematizado y prohibido en diversas ocasiones. El P. Mariana le censuró duramente, y en tiempo de Felipe II se prohibieron las comedias, pues, según el dictamen de doctos teólogos, «las que hasta allí se habían representado, y solían representarse, con los dichos y acciones, y meneos y bailes, y cantares lascivos y deshonestos, eran ilícitas, y era pecado mortal representarlas.» En tiempo de Felipe IV, con ser este rey autor de comedias, también estuvieron las comedias prohibidas durante algún tiempo, y sólo se permitieron las que trataban de historias y vidas de santos. En el dicho reinado de Felipe IV, hubo muchos prelados, como por ejemplo el arzobispo de Sevilla, que condenaban las comedias, diciendo que con las tales representaciones andaba la gente vestida de lujuria. En tiempo de Carlos II también estuvieron las comedias más toleradas que consentidas, sujetas a censura muy severa, y en algunas ocasiones prohibidas completamente. En el siglo pasado, reinando ya la familia de Borbón, siguió la misma persecución de los teólogos contra las comedias; pero el Consejo de Castilla consintió su representación, si bien con bastantes restricciones.
De lo dicho deducirá el articulista de El Reino, que si los prelados y otros varones doctos y piadosos han censurado a veces las corridas de toros, no lo han hecho jamás con tanta perseverancia como con las comedias; y que, si esta fuera razón para que las corridas se prohibiesen, más lo sería para que se prohibiesen las comedias, y aún para que se convirtiese el mundo en una Tebaida.
El Reino nos censura, sin razón, por haber citado una bula del Papa, consintiendo las corridas de toros. ¿Pues cómo no la habíamos de citar, cuando se nos venían encima los místicos al uso, asegurando que la Iglesia condenaba las corridas? ¿Acaso ignora El Reino que cierta gente farisaica ha dado en la flor de acusarnos de herejes y de impíos a cada momento, de suerte que apenas podemos ya desplegar los labios sin citar alguna autoridad, y apenas podemos decir sobre algo esta boca es mía, sin exhibir bula o buleto que nos lo haga lícito?
«La religión no protege, dice El Reino, ni ha protegido nunca las corridas de toros.» Estamos de acuerdo. ¿Cuándo hemos dicho nosotros lo contrario? Tampoco la religión ha protegido las comedias, ni los títeres, ni los bailes, y no por eso deja de tolerarlos como un mal inevitable.
Dice El Reino que Carlos III prohibió las corridas de toros, y que Isabel la Católica habló mal de ellas. Más veces se ha prohibido el teatro, y más veces se ha hablado mal de él, y con todo no concluye.
El Reino dice asimismo que las corridas de toros son un espectáculo en que puede morir un hombre, un hermano nuestro. A estas razones hemos contestado ya, que también se matan los acróbatas y los saltarines, y que hay otras mil industrias y profesiones en que se aventura tanto o más la vida que en la del torero. El buzo que busca en el fondo del mar la perla que ha de coronar las sienes o ha de adornar la descubierta garganta de la hermosura; el albañil, que se encarama en lo alto de un andamio para terminar un edificio; el minero, que penetra en los lóbregos senos de la tierra en busca del oro, con que todo se compra, o del plomo mortífero, cuyos vapores penetran en sus entrañas y le dan la muerte; el domador de fieras; el desbravador de caballos; el postillón de diligencias; en suma, mil y mil oficios, que no citamos por no pecar de prolijidad, oficios a que el hombre se somete, no sólo para satisfacer una necesidad social, sino para complacer a veces la vanidad, el lujo o el capricho de otro hombre, son más ocasionados a dar la muerte que el oficio de torero. Que se supriman, pues, todos esos oficios por anti-filantrópicos e inmorales. Pero discurriendo tan filantrópicamente, vendríamos a parar en suprimir la vida, porque la vida trae consigo la muerte. Viviendo y obrando la vida se gasta, se consume, y al cabo nos morimos el día menos pensado, unos antes, otros después, unos de cornada de toro, y otros de cornada de burro. Más desgracias hay en Madrid de resultas de los atropellos de los coches que en toda España de resultas de las corridas de toros. ¿Y por esto hemos de suprimir los coches y obligar a todo el mundo a que ande a pie? Convénzase El Reino de que es exagerada por demás tanta filantropía.
Tiene razón El Reino al afirmar y lamentar que en las corridas de toros se dicen muchas palabras indecentes y groseras; se pronuncia demasiado la J; pero ¿dónde no sucede lo propio en esta tierra de garbanzos? El hombre o la mujer de oídos delicados y púdicos no conseguiría dejar de oír tales cosazas no yendo a los toros; sería menester que no saliese por esas calles, plazas y plazuelas, o que, cuando saliese, se tabicase bien con cera los oídos, imitando al prudente Ulises. ¡Pues no es nada, cuando uno va de viaje, sobre todo si tiene asiento de berlina, y puede escuchar la amena e interesante conversación que el mayoral y los zagales traen de continuo con las mulas! Aquello sí que es jurar y maldecir, y lo demás es nada.
En resolución, en este mar del mundo en que nos hallamos engolfados, hay muchos escollos y bajíos, donde se expone a naufragar toda virtud; hay muchos peligros que la honestidad y la decencia tienen que arrostrar y combatir; hay un enjambre de cosas malas, y un hormiguero de circunstancias pecaminosas que rodean al más cauto, al más precavido, al que más propende a huir de ellas. Entre todas estas cosas pueden indudablemente contarse las corridas de toros; no lo hemos negado nunca. Pero de esto a combatir las corridas de toros con singular furia, como si fuesen el extremo de lo malo, hay una distancia enorme, que marcaremos siempre y haremos sentir, a pesar de los sutiles y elevados discursos del articulista de El Reino.
(Para leer y reflexionar)
(Vía Salmonetes vía José María Moreno Bermejo)