A veces un simbolismo involuntario puede parecer tan acentuado que casi no podemos creer que no sea deliberado. Mientras me paseo por el cementerio de Montparnasse veo de repente, en la parte superior de la pared exterior de una de esas singulares capillas funerarias, altas y estrechas, la fotografía esmaltada de Emmanuel Bove. Leí hace algún tiempo su novela Armand, probablemente cuando de nuevo se hizo un esfuerzo por salvar al autor de las tinieblas del olvido, en las que tan cómodamente se había instalado. No todos querrían que se le siguiera leyendo, pero los admiradores no tienen en consideración semejante cosa. Y tenía admiradores, nada menos que Beckett, Handke, Wenders, Topor, y en Holanda Jan Siebelink, que en 1983, cuando por primera vez se tradujo algo de Bove al neerlandés, escribió un maravilloso artículo sobre él. Pero ¿no es una curiosa especie de subarriendo esto de ir a parar al muro exterior de una tumba ajena? Entré en la estrecha capillita, que pertenece a la familia Ottensooser. Vidrieras de colores claros, letras hebreas, sitio para una persona de pie. Solo después, leyendo por encima viejos artículos, me quedó claro que Louise Ottensooser era la mujer por la que dejó a su primera esposa, Suzanne Vallois. Así pues, como muerto reside en casa de la familia de su segunda esposa. ¿Se puede decir que alguien no querría que se le siguiera leyendo? No, por supuesto que no, y sin embargo, impregnado en todos sus libros hay un peculiar motivo, un fenómeno que Siebelink denomina “atmósfera de perro mojado”: sus protagonistas son frecuentemente personas que ponen todo su empeño en desaprovechar todas las oportunidades, y con este miserabilismo guardan relación también sus imágenes de calamidades, acumuladas con magistral y detallada descripción que crean un clima que nos recuerdan los cuadros de catástrofes de Carel Willink, como el siguiente pasaje de Armand: “Tomé una dirección cualquiera. En las rectas calles, ahora al mediodía tranquilas, el viento soplaba con tanta fuerza como por encima de las casas. Dondequiera que me encaminase, la sombra de los faroles señalaba en la misma dirección. En el horizonte, las nubes del día anterior se mantenían apretadas unas contra las otras, como si allí, bajo otro cielo, estuviesen impidiendo a otras nubes seguir su camino”.
Durante un tiempo, en los años veinte, Bove tiene mucho éxito. Sacha Guitry escribe un brillante artículo sobre él, Rilke quiere conocerlo, Colette lee el manuscrito de Mis amigos y queda entusiasmada. De su cuarta novela, La coalition, se hacen varias ediciones. A pesar de ello, Bove no pertenece a ninguna parte, ignora los problemas políticos de su época, no interviene en el gran juego social de la intelectualidad francesa. Por ser judío huye a Argelia al estallar la guerra; poco después de volver, en 1945, muere de malaria; luego, durante cuatro décadas, es “suprimido, literalmente borrado de la historia de la literatura”, como dijo Siebelink. El verbo neerlandés verdonkeremanen, utilizado aquí por Sibelink, tiene que ver aquí con la oscuridad y el eclipse, también con la desaparición de la luna, y esto resulta muy apropiado para su caso.
En 1927 su editor le pidió un curriculum vitae. Pero él no quiso haber vivido. Pues de qué otro modo se puede interpretar cuando un autor, en el espíritu de sus propios personajes, dice: “Lo que usted me pide es superior a mis fuerzas por múltiples motivos, el más importante de los cuales es una timidez que me impide hablar de mí mismo. Todo lo que pudiera decir parecería falso. Solo mi fecha de nacimiento sería verdadera”.
Esa fecha se halla ahora debajo de su foto, junto con la fecha de su muerte, pero tal vez hasta ese sitio, en lo alto de la pared lateral, le parecería demasiado a él.
Cees Nooteboom
Tumbas de poetas y pensadores
Pintura: Carel Willink
Malas noticias, 1932
© Sylvia Willink Quiël/Stedelijk Museum Amsterdam