
A pesar del peligro latente Patricia rebosaba de felicidad. Cupido la había empujado a una aventura en compañía de su mejor amigo y su primer amor. No importaba lo que deparara el futuro; el instante era su dicha.Transcurrían pausadamente los minutos, en silencio. Sólo se escuchaba el diálogo de los remos con el mar y el leve ronroneo de San Pablo ante las caricias de su ama.La noche se iba marchando, empujada por el amanecer; el miedo cedía su espacio a la inquietud y el cansancio se apoderaba del vigor. Patricia, mientras tanto, dormía plácidamente, arrullada por la respiración de San Pablo.Amanecer en un punto desconocido del océano, a bordo de un bote, con un león en el pasaje, y posiblemente perseguido por un buque de guerra, no había formado parte hasta ese momento de las pesadillas de Tigre. Pero todo podía empeorar: la lluvia, el sol, el frío,…, y lo que más temía: la falta de agua potable. Las rapaces manos del mar no se ablandarían ante ellos.Continuamente tendía la mirada hacía la gran sábana azul que les rodeaba temiendo que los envolviera. Buscaba un punto en el que fijar su destino. Siempre fue nómada y aventurero pero jamás tuvo frente a sí una empresa tan abrumadora y fatigosa como ésta.Era la mañana del cuarto día cuando San Pablo empezó a mostrarse inquieto, muy inquieto. No cesaba de moverse y lanzaba unos rugidos tan terribles que Tigre creía que los devoraría a ambos. Patricia hablaba dulcemente, intentando calmar a sus dos grandes felinos.Nuestro asustado pirata no cesaba de otear el horizonte. Con su mano a modo de visera buscaba con detenimiento, parsimoniosamente. Las manos de Patricia acariciaban a San Pablo; sus ojos a Tigre. Admiraba la abnegación de su esfuerzo y ahora también una sonrisa satisfecha que se iba dibujando en su rostro. - ¡Una isla! –gritó.Quedaba al descubierto el motivo del nerviosismo de San Pablo.

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