Aquella vida feliz iba tocando a su fin. El pequeño velero estaba casi terminado y el día de la partida se aproximaba.Patricia no sentía temor ante el nuevo y peligroso viaje que les aguardaba, pero sí una creciente inquietud ante un final exitoso que los condujera ante el Rey, su padre. Aunque confiaba en poder ablandar el corazón del autor de sus días era conocedora del gran riesgo que correría Alberto.Tigre, por el contrario, no temía al Rey; no le importaba apostar su vida a cambio de poner a salvo a su amada, pero sentía un temor reverencial al mar. Su nave no era grande pero las tempestades podían ser gigantescas, podían ser cazados por piratas o atrapados por navíos ingleses. Acertar con la ruta de los barcos de guerra españoles era su propósito fundamental.Cada uno de los cinco arriesgó su libertad y apostó su vida en aquella valerosa singladura.En esta ocasión el azar jugó a favor y cayeron presa de un viejo conocido. El poderoso San Andrés reinaba en aquellas aguas.El bravo pirata recibió sus cadenas con una sonrisa satisfecha. Pizarro lo trató con dureza pero, contra lo que Tigre esperaba, sin crueldad.Es terrible navegar conociendo que el puerto y el camposanto pueden ser lo mismo. Mas si algo había aprendido Alberto en la isla es que si uno no apura absolutamente su suerte algo quedará para mañana: la oportunidad de un nuevo comienzo.
