Tengo una caja pequeña en la que guardo ciertas cosas que traigo de mis viajes: la tarjeta que abre una habitación de hotel, algún ticket de tren, credenciales para eventos, varios boarding pass mal deprendidos y rayados, mapas, algunas fotos recortadas, posavasos, servilletas curiosas; un bolígrafo sin tinta.
Es una caja un poco romántica. Va acumulando recuerdos y vuelvo a ella -o a ellos- cada vez que estoy planeando un nuevo viaje. Quizá guardé allí alguna ruta, un mapa que me serviría para otra ocasión; un algo que me dará pistas para lo nuevo que estoy por hacer. A lo mejor no encuentro nada, pero ir sacando todo y dejarlo nuevamente allí, en desorden, es un ejercicio a la memoria, un llamado a la nostalgia.
De alguna manera esa caja también guarda mis angustias. Esos nervios que me dan cuando estoy a punto de comprar un boleto de avión por teléfono y pienso que no están escribiendo bien mi apellido o la dirección de mi casa. La cosquilla dramática que me da en el counter de la aerolínea cuando el que me está atendiendo frunce el ceño y me pregunta hace cuánto hice la reserva. O esa espera eterna en la correa de maletas y ver pasar a todas, menos la tuya.
Lo más tragi-cómico que me ha pasado en mis viajes ha sido un vuelo Madrid-Zurich que perdí porque me equivoqué de horario; un vuelo Caracas-Atlanta-Nueva York que se retrasó siete horas; un vuelo nefasto Valencia-Bonaire en medio de una tormenta eléctrica; y una maleta que llegó a Nueva York tres días después y justo cuando regresaba a Caracas. No me quejo. He leído cualquier cantidad de desventuras, que después pasan a contarse como un chiste y a tener un lugar propio dentro de una caja.
Hace poco leí que la nostalgia ayuda para viajar y es cierto. La prueba está en que vine aquí a escribir sobre la emoción que genera planear un viaje, y terminé escribiendo algo muy distinto. Culpa de la caja y de los recuerdos.