Las líneas que siguen quieren ser un regalo de Reyes especial para vosotros. Con el tiempo, y se que con muchos cambios y mucho esfuerzo, se convertirán en el primer capítulo de mi primera novela. Es tan sólo un principio, y aún queda mucho, pero quería que, en cierta manera, comenzarais conmigo esta nueva aventura. Y también dedicársela a los ojos, manos y mente de quien va a acompañarme al pie del teclado y me va a dar ánimos para terminarla: Marta.
No dormía, pero el sonido del teléfono le sobresalto. Andaba soñando jugadas imposibles, taconazos, fintas y remates espectaculares en el Bernabeu, y el timbre del teléfono coincidió con un tiro impresionante a la escuadra que no terminó de saber si entraba o no. Entre dormido y cabreado por la ruptura de su carrera soñadora-futbolística, cogió el teléfono
-¿Digame?
- Jefe, soy yo, Cañadas – la voz de su compañero sonó al otro lado del hilo telefónico terminándole de bajar de las nubes- creo que tiene que venir. Tenemos un salami recientito.
- Buenos días, lo primero, Cañadas- O buenas noches, dando que son las 5 de la mañana. Lo segundo, te he dicho que no me llames jefe, que me suena a que me estas pidiendo algo en un bar. Lo tercero, haz el favor de dejar tus ideas para tus escritos. Cadaver o fiambre, en todo caso.
- Bueno, como quiera. El caso es que creo que debería venir. ¿Le doy la dirección?
- Espera, que voy a por algo para apuntar.
Se levantó con el inalámbrico en la mano y se dirigió a la cocina, de donde cogió el bloc de notas que siempre estaba pegado a la nevera. Anotó la dirección y se despidió de Cañadas. No estaba lejos de su casa. Entró en el cuarto de invitados y abrió el armario donde siempre guardaba la ropa por si le llamaban a estas horas y no tener que despertar a su mujer. Comprobó que llevaba la identificación, cogió la pistola del armario del recibidor y se dirigió a la puerta. Lo hizo todo en absoluto silencio, y no sólo por no despertar a los niños o a Laura, sino por calmar lo dificil que siempre se le hacia tener que salir en plena noche hacia un desagradable encuentro. Le gustaba su trabajo, pero lo que peor llevaba eran esos encuentros directos con los muertos, con los caidos en la calle o en algún lugar oscuro. Prefería la investigación pura o dura, y todo eso le hacia pensar siempre en la inevitabilidad de la muerte, lo que le hacia sentirse demasiado incómodo.
Era Enero en Madrid, y el frío te cogía de la mano, o de los hombros, o de cualquier sitio una vez salias a la calle. Y muy amable él, te acompañaba al coche. En el breve camino, ni le dió tiempo a entrar en calor. Aparcó entre las unidades que ya habían llegado y enseñó la placa para subir al segundo piso. En la puerta le esperaba Cañadas.
- Buenas, inspector.
- Buenas, ¿que tenemos?
- Le va a gustar, Jefe -empezó el policia a hablar mientras pasaba las hojas de un bloc hacia atrás para ir contándole- Un muerto, por lo que parece, el dueño del piso. Y nada más que del piso. Ahora lo entenderá. Pase…
- Ya estas con tus historias? -Preguntó el inspector mientras le seguia entrando en el piso.. vacío.
Ya entendía a que se refería Cañadas con lo de que tan sólo era dueño del piso. Como si estuviera listo para venderse recien construido, el piso aparecia completamente vacio. Nada en las paredes, nada en el suelo, nada en el pasillo ni en la primera habitación. Nada, absolutamente nada. Ni muebles, ni cuadros… Siguió a Cañadas a través del pasillo que daba a un par de habitaciones vacias hasta que llegaron a lo parecía el comedor, pero sólo por que era una habitación más grande que las otras. Esta no estaba vacia. Apoyado en una de las paredes, un sillón recogía el cuerpo de un hombre, y a su lado, una mesita con un tocadiscos, con los dos altavoces en el suelo.
- ¿Qué? ¿A que el temita se las trae?
- Si, Cañadas, si -dijo de manera mecánica, abstraído por la visión del cuerpo. Si normalmente le producían desasosiego los cadáveres, este le producía una sensación de absoluta soledad, y parecía desvestirle de toda su ropa, y que sintiera todo el frío que transmitían las paredes desnudas de aquel piso vacio.
- El tipo se llamaba Esteban Carpio. Llevaba viviendo aquí 35 años. Su mujer murió hace un par de meses – Cañadas comenzó la letanía de datos leídos desde su sempiterna libreta.
Nada parecía raro en todas las cosas que enúmero Cañadas. Y en realidad, tampoco en el propio cadaver, colocado allí como si estuviera sentado en un parque un día de domingo, o como el propio inspector se senataba a veces en su propia casa, en las ocasiones en las que estaba totalmente tranquilo, con un libro, viendo una película o escuchando música. Quizás esa fuera la palabra, tranquilidad. Eso era lo que le transmitía la casa, el muerto, la historía. Una tranquilidad triste, de páramo, fría y sin alma.
- Y le estábamos esperando para recoger la nota que le sale del bolsillo. -terminó Cañadas su informe.
-¿Una nota?
- Si, mire. Ahí, el bolsillo de la chaqueta. Tiene toda la pinta de ser una nota de suicidio. -indicó Cañadas, apuntando con el dedo a lo que, efectivamente, parecía ser un papel doblado en uno de los bolsillos del Sr. Carpio.
- Deme unos guantes, Cañadas.
El subinspector le tendió unos guantes blancos. COn ellos puestos, tiró del papel doblado hasta sacarlo del bolsillo. En realidad, eran dos hojas, escritas a mano por ambas caras.
El inspector terminó de desdoblarlas y comenzó a leer
- ¡Coño!
- ¿Que pasa, Jefe?
- El título. Es una jodida Carta a los Reyes Magos -leyó el inspector, con una agría expresión de sorpresa en su rostro.
- No joda, Jefe.
- No jodo, Cañadas. Es lo que pone. Y empieza con “Queridos Reyes Magos”. -contestó. De todas las notas de suicidio que había leído en su carrera, y había leído unas cuantas, aquella prometía, sin duda, ser la más extraña de todas. Continuó leyendo.
“Queridos Reyes Magos:
Os sorprenderá que os escriba después de tantos años. Ya sabéis, uno deja de ser crío, le cuentan aquello de que sois los padres, y escribiros deja de tener sentido. Peor lo cierto es que luego, visto lo que se ve por ahí, creer en vosotros podría ser la menor de las mentiras. El caso es que espero que la cantidad de años que he tardado en volver a ponerme en contacto con vosotros no sea un problema a la hora de que me traigáis lo que os voy a pedir.
No os penséis que con la edad me he vuelto más caprichoso o quiero un regalo más caro o complicado. En realidad es muy sencillo. Quiero que me regaléis la muerte.
El inspector tuvo que apartar la vista de las palabras de aquel hombre, puede que por volver a la realidad, aunque fuera durante unos segundos. Una locura contada como si fuera la cosa más normal del mundo
Pero no os alarméis -seguía la carta- no me veo al bueno de Baltasar con un 45 entrando por la puerta y liándose a tiros conmigo. Tampoco se trata de darme veneno o algo parecido. Es, como os decía antes, mucho más sencillo.
Lo que os pido es que me quitéis todo lo que me recuerda a ella. Todos los objetos que me atan a esta casa en su recuerdo. Los viejos discos, los libros viejos que leia ella primero y luego me decía si me iban a gustar o no. La estantería con la vieja marca de cuando no pasaban las sillas del comedor y la golpeamos, muertos primero de risas y después de besos por el suelo. Hace ya tantos años.
Quiero que me quitéis las miradas que lanzo a cada taza que compartimos, a la ensaladera, a la sartén, a los vasos que compramos juntos en El Rastro, aquella mañana de domingo del bocata de calamares. Quiero que me dejéis sin nada, sin ella, y así pueda irme tranquilo a buscarla, allá donde se la haya llevado el padre del chaval ese al que le llevastéis los regalos.
Me pierdo entre recuerdos. Recojo las risas pegadas a estas cuatro paredes, las miradas que lanzaba, sus pasos, sus llamadas. Recuerdo llegar y encontrarla mirando llover por la ventana, y llamarme, y consumir los minutos mirando juntos esa calle.
Quitármelo todo. Eso os pido. Llevaros todo lo que hay en esta casa. Los muebles, los cuadros, los libros. Ese es el regalo que quiero. He sido razonablemene honesto toda mi vida, y no tengo grandes enemigos. No creo que sea pedir demasiado para unos tipos tan poderosos como vosotros.
Aunque hay algo más. Sólo quiero que me dejéeis aquel viejo tocadisco de la esquina y el sillón beige. Sólo quiero que me dejéis con nuestra canción. La que sonaba en aquel triste café la primera vez que nos vimos. La que nos acompañó tantas tardes de domingo, siempre con un café con leche. ¿Sabéis? Ella me contó mil veces la historia de esa canción. Pero yo sólo recordaba el título: “Summertime”, y lo que significaba en castellano, tiempo de verano. Y todas y cada una de las veces que me explicaba su historia, yo siempre la decia, al final, que lo único que me importaba es que siempre parecía verano a su lado, y que esa canción me lo recordaba.
Eso es todo, queridos Reyes. Os esperaré dormido en ese sofá beige y no me olvidaré de dejaros lo que mi abuela me dijo, algo de bebida y un poco de turrón para el camino. Gracias de antemano por atenderme.
Vuestro, Esteban
El inspector se sobresaltó al darse cuenta de que había retrocedido mientras leia la carta y se hallaba practicamente apoyado en la pared opuesta al sillón donde el autor de lo acababa de leer estaba muerto. Desde esa posición aún parecía más inverosimil todo aquello: la carta, el muerto, el piso vacio, aquel tocadiscos…
- ¿Que pone en la carta? -le sacó Cañadas de sus pensamientos, con un tono de impaciencia que seguramente su expresión había agudizado.
- Toma, leelo tú mismo
Le tendió las dos hojas y se quedó mirando mientras leía, como si quisiera comprobar que iba a leer lo mismo, reconociendo en el rostro de su compañero las mismas expresiones que seguramente él había tenido. Al terminar, sus miradas se cruzaron.
- Joder, Jefe…. que fuerte.
- Es una manera de decirlo, Cañadas
Y ambos descruzaron las miradas y las dejaron pasear por aquella habitación. Era absurdo, si. Ambos lo sabian. Y sin embargo, el inspector sentía un nudo en la garganta al contemplar la soledad, el vacio, la muerte de aquel espacio.
Se obligó a recomponerse y a pensar de manera lógica sobre todo aquello.
- Cañadas, espera al juez para levantar el cadaver -intento concentrarse en los procesos de siempre- acompañalo y dile al Forito que quiero todos los análisis posibles sobre el muerto. Y echalé prisa, que últimamente le veo un poco pausadito. Luego te vas a casa a descansar y a ver que te han traido los Reyes -al decir aquello no pudo evitar parar para tomar aire-
- Los Reyes….
- Si, los Reyes. Y pasado mañana, con las fresca, te coges al Peláez y os venís para acá, y preguntáis hasta a las farolas si hace falta, pero me decís que coño ha pasado aquí.
- Vale, Jefe. -le respondió al tiempo que acababa de apuntar en la libreta las órdenes.
Salió de la casa entre aturdido y helado de frío, pero de u nfrío que no tenía nada que ver con el que había sentido hacía un par de horas, cuando iba para el escenario. La soledad de aquella habitación, de aquel muerto, una tristeza gris, lenta, se le había escurrido dentro.
La razón iba por su lado, intentando encontrar explicación a todo aquello, mientras esa cosa gris le seguía tocando de manera grosera por ahí dentro. Que manera de amar, pensó al fín. ¿Amaba él así? Y entonces la tristeza le llevó por todos aquellos viejos libros, distintos, pero los mismos que los de Estebán.
Porque, la idea le vino de repente a la cabeza, aquel cuerpo era Esteban. Como si le conociera de toda una vida, en lugar de de toda una carta. Al fin y al cabo era eso lo que había escrito, lo que había pedido: toda una vida, todos los recuerdos, aunque fuera para separarse de ellos.
Aún era temprano cuando llegó de nuevo a casa. No solía hacerlo, pero se desvistió lo más rápido que pudo y se volvió a meter en la cama con su mujer. Y sintió calor como si hubiera estado helado casi toda la vida.