Fuente: SOLEIN LARNICOL
Perdimos la valiosa oportunidad de decorar los nombres que dan sentido a nuestras vidas, con hermosos adjetivos... Perdimos la oportunidad de elegir el orden exacto de la secuencia y la magnitud de nuestras expresiones, sin temor a sentirnos vulnerables y desprotegidos... Perdimos la pureza que acompaña a los sentimientos que nacen directamente del alma, como versión única de nuestros deseos, sin que estos se vean comprometidos por las posibles interpretaciones que acompañan a los gestos.
Los momentos previos a la lectura de una carta son deliciosos compases de una melodía que va ganando en intensidad a medida que nos acercamos al estribillo. Un estribillo, que sabemos vamos a poder recitar cientos de veces por y para nosotros, y que por unos instantes mágicos, nadie, excepto el que lo ha escrito, conoce.
Fuente: Pensé que te Gustaba
Abrimos un buzón y tras varios días-siglos de espera descubrimos un color, una textura, un grosor, la peculiaridad de unas letras, que se dirigen hacia nosotros con paso decidido y hondo... El singular sonido de un sobre al rasgarse unido al temor de que parte del valioso contenido se pierda... El alivio y la emoción de descubrir un texto extenso, de trazos emborronados que van ganando en firmeza... El leve temblor de una mano, el sonido del papel al volver a doblarse, un lamento que nace de una profunda tristeza o de la alegría intensa de ser poseedor único de un secreto depositado cuidadosamente en una maleta, que cerraremos con candado en nuestra memoria, para siempre...
Hoy, quiero compartir con vosotros una misiva que Lewis Carroll, autor del inolvidable cuento Alicia en el País de las Maravillas, escribió a su amada Gertrude.
Tuve que leerla varias veces y muy despacio para tomar consciencia de la grandeza de unas palabras regadas de inocencia que acabaron enamorándome.
Sin duda, una forma de decirlo todo de una manera diferente y sobre todo tremendamente dulce...
“Mi queridísima Gertrude:
Te sentirás apenada, y sorprendida, y desconcertada, de oír la extraña enfermedad que me aqueja desde que te fuiste. Llamé al doctor y le dije “Deme medicina, pues estoy cansado”. Él me respondió: “¡Tonterías! Usted no quiere medicina: ¡vaya a la cama!”. A lo que le repliqué: “No, no es el tipo de cansancio que quiere cama. Estoy cansado en la cara”.Él me dijo: “Cree que sean los labios”. “Por supuesto –dije–. ¡Eso es exactamente lo que tengo!”. Me miró con gravedad y dijo: “Creo que usted ha estado dando demasiados besos. “Bueno –dije–, sí le di un beso a una amiga mía”.“Piense otra vez –me dijo–; ¿está seguro que fue solo uno?”. Lo pensé otra vez y dije: “Tal vez fueron once”. Así que el doctor dijo: “No le debe dar más hasta que sus labios descansen”. “Pero qué se supone que haga –dije–, porque mire, le debo 182 más”. Me miró con tanta gravedad que las lágrimas se le escurrieron por las mejillas y dijo: “Podría enviarlos en una caja”.Entonces me acordé de una pequeña caja que alguna vez compré en Dover, y pensé regalársela a una niña o a otra. Así que los empaqué todos con mucho cuidado. Cuéntame si llegan a salvo o si se pierde alguno en el camino”.