Me gustan las casas abandonadas porque no me gustan las casas abandonadas. La aparente contradicción se explica de manera muy sencilla. Cuando veo una de ellas, descuidada, sola, inhabitada, me ataca una sensación gris y pesada, que se pega a rincones de la mente, o del corazón, como lo hace el calor húmedo en verano. Y sin embargo, no puedo dejar de mirar y sentir.
Imagino sus paredes blancas al principio, hechas de futuro, y ahora derribadas ilusiones rotas en el suelo. Veo fantasmas que abrían ventanas para ver horizontes y ahora son jirones deambulando entre cristales rotos. Quizás aun huela a besos de bienvenida cerca de la puerta principal. A lo mejor hay un eco de primeros pasos, de muebles moviéndose para colocarse. Esa estantería quedaría bien en ese rincón, y la cama debe mirar al norte, como los deseos. Puede que haya jirones de miradas colgadas como cortinas. Miradas esperando, miradas que soñaban y que caían resbalando por las paredes mientras lo hacían. Siento que hay horizontes rotos como espejos, con siete por siete años de mala suerte rondando por las esquinas como insectos. Miro sus muros y algo dentro de mi me dice que todos tenemos rincones con casas abandonadas. Puertas de jardín rotas que dejan pasar recuerdos. Hay dentro de nosotros también muros desconchados, sentimientos perdidos que una vez quisimos encalar, candados que cierran el paso a ninguna parte. Ventanas rotas, puertas con agujeros, cocinas sin aromas de café.
La miro y puede que esté mirando una parte de mi que no me gusta, las fotos rotas, los sueños perdidos, los segundos muertos, los minutos vacíos, las sonrisas forzadas, los abrazos huecos. No me gustan mis casas rotas. Me gustan las casas rotas. Quizás no deba dejar que mis paredes pierdan su papel, de sueños y versos, pintado.
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