Revista Educación

Una casa en la playa. Historias de Pandemia. Parte 3.

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Una casa en la playa. Historias de Pandemia. Parte 3.

Rebuscando en la cocina, Pablo encontró la cacerola que necesitaba para hacer el puchero. Con esto de intentar ser fitness la había escondido para no sucumbir a los encantos de un buen cocido. Pero él llevaba unos día diciendo, por toda la casa, que confinados, bueno, pero bien alimentados. Así que se disponía a preparar uno de 500 raciones porque, aunque solo eran dos, siempre tenía la excusa de que no sabía cocinar para tan pocos y así se aseguraba diez táperes de suministros.

Pilar miraba atenta al móvil mientras Pablo cortaba la verdura con más cuidado que mimo.

- Han entrado en nuestra casa.

Pilar no dijo nada más y Pablo, secándose las manos en un paño, la miró con incredulidad. ¿Cómo van a entrar en nuestra casa si hay cámaras por todas partes? Desde la aplicación estaban viendo la señal en directo de una de las tantas cámaras de videovigilancia que habían puesto en su chalet de la playa, porque 200m2 es mucho espacio para monitorizar. Pablo se sentó a ver cómo unas cinco personas, lo que podría ser mamá, papá y tres niños pequeños, estaban comiendo tranquilamente en la terraza de la piscina (aunque estemos al lado del mar, hay que tener piscina, había dicho en su momento Pilar). Se paseaban tranquilos sin sentir el nerviosismo de Pilar y Pablo al otro lado de la pantalla. Parecía como si toda la vida hubiesen estado allí, recogían cada miga que caía al suelo y había cortado el seto, quitado las hojas muertas de la piscina y barrido las dos terrazas.

Me cagüenmiputavida, dijo Pablo, que corrió al fijo a llamar al servicio de seguridad de la urbanización en la que tenían el chalet. Salió un mensaje pregrabado que hablaba de la necesidad de quedarse en casa y de que todos los agentes estaban recluidos por el bien de la sociedad, y que si tenían un problema muy urgente dejaran un mensaje y que se pondrían en contacto con ellos en un margen de 24-48 horas.

- En dos días esos cabrones ya se han comido toda la despensa. - Pablo farfulló la frase mientras cogía su móvil.

Esperó un par de tonos, sabía que nadie le iba a contestar pero tenía que intentarlo.

- ¿Sí? - una voz femenina y alegre sonó al otro lado.

Pablo se quedó sin palabras. ¿Qué se les dice a unos tipos que han allanado tu casa?

- ¿Qué coño hacéis en mi casa? - Pablo ni siquiera gritó, estaba tan descolocado que solo podía reaccionar a trompicones.

- ¿Es usted el dueño de la casa? Señor, perdone por habernos metido aquí, no teníamos a dónde ir.

La voz femenina y alegre le contó que su familia estaba en la calle desde hacía unas semanas y que todo eso de la pandemia los había cogido viviendo debajo de un puente y que la desesperación los había llevado a refugiarse en esa casa. Que lo sentían mucho, pero que no podían hacer otra cosa, que si se quedaban en la calle se infectarían y que tenían tres hijos pequeños. Que tuviera piedad y les permitiera quedarse allí durante el confinamiento.

Mierda, pensó Pablo. ¿Y ahora qué hago? Tapó el auricular con la mano y le hizo un resumen de la situación a Pilar, quien con naturalidad, hizo un gesto de encogerse los hombros.

- Pero es que no podéis quedaros. Es mi casa.

- ¿Pero usted tiene otra, no? Y nosotros ninguna.

Pablo se quedó mudo ante aquella afirmación verdadera. Miró otra vez a su mujer buscando un consejo que no iba a encontrar y claudicó.

- Tenéis comida en la despensa. Mirad las fechas de caducidad porque a lo mejor alguna lata ya no está buena. Cuidado con el segundo fuego de la cocina, se apaga solo, no sé por qué. Y no uséis el baño de arriba, no funciona.

Todos los días, Pablo hablaba con los desconocidos para darles instrucciones del funcionamiento de la casa, se llamaban por el FaceTime y cuando estaba aburrido, cosa bastante usual en este cuarentena, los espiaba por la cámara y veía cómo el padre cortaba el césped, la hija pequeña jugaba en el jardín con los setos más bajos, y la mujer limpiaba el horno, que no se tocaba desde que compraron el chalet.

Pablo siguió su vida, a paso de tortuga, y sus inquilinos improvisadas también siguieron la suya.

Aquel sábado Pablo aún no había hablado con la familia okupa, era aún temprano. Pilar se había levantado sospechosamente pronto y no la veía por la habitación. Fue hasta la cocina y se puso un café con poca leche. Le dio a la aplicación de la cámara, el wifi iba un poco lento, pero conectó con la playa. A través de la pantalla vio cómo varios policías y sanitarios con trajes especiales estaban sacando a la familia a empujones de la casa. Pablo no sabía qué hacer, y llamó. Nadie lo cogió.

Coge el puto teléfono, coge el puto teléfono, murmuraba mientras veía por la pantalla de su móvil cómo el fijo no paraba de sonar. Al final un policía, el más bajito, lo tomó.

- Oiga, soy el propietario de esa vivienda. Esa gente es amiga mía. ¿Qué están haciendo?

- Lo siento, señor, hemos recibido una llamada avisándonos de que la familia está infectada de COVID-19 y tenemos que evacuarlos e ingresarlos.

- ¿Pero qué está diciendo? Eso no es cierto, esa gente no ha salido de casa, que la tengo yo vigilada.

Entonces Pablo alzó la mirada de la videocámara y vio pasar a Pilar. Él la miró. Ella se encogió de hombros.


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