Edición:Impedimenta, 2015 (trad. Marcelo Cohen)Páginas:304ISBN:9788415979579Precio:22,95 €
Ahora sabía que en la mayoría de las vidas hay un momento de ruptura, un momento en el que cae el pasado y la madurez que este había encerrado tanto tiempo se yergue trabajosamente. Solía desencadenarlo una muerte o un desastre, o incluso alguna historia de amor que, pese a una inmejorable voluntad de ambas partes, fracasaba. Sin duda había gente a la cual no le ocurría nunca. Más de una de las muchachas a las que conocía había pasado tibiamente de la infancia al matrimonio para hacer de su vida un largo verano incomprendido. Pero una vez se abría la grieta, como si una continua filtración de arena hubiese producido el súbito y leve temblor de un edificio en sus cimientos, acaso sin más consecuencia que la caída de un adorno, la vida dejaba de ser un confuso tambalearse de una iluminación a otra, una serie de claros incomunicados en un bosque tropical, y se transformaba en un paisaje llano, yermo y más bien limitado con algunos hitos inolvidables, algo bastante parecido a un pantano donde, en una distancia de kilómetros, solo una zanja o una valla rota aparecen de vez en cuando y las aspas de un molino giran el día entero ante el embaste de un viento incansable.Pág. 218-219.
Aunque Philip Larkin (1922-1985) es conocido por su poesía, en su juventud publicó dos novelas, Jill (1946) y Una chica en invierno (1947). Esta última, recuperada recientemente por Impedimenta, tiene ecos de la vida del propio Larkin y ya evidencia ese preciso uso del lenguaje que lo convirtió en uno de los escritores ingleses más importantes del siglo XX. La acción del libro transcurre durante la Segunda Guerra Mundial en los alrededores de Londres, en pleno invierno, y gira alrededor de Katherine Lind, una joven refugiada que trabaja como bibliotecaria. Katherine, de naturaleza prudente y solitaria, carece de amigos en Inglaterra y deja que sus días transcurran entre la gris monotonía de la biblioteca y el silencio de su piso de soltera («Era extraño que después de tantos meses no pudiera entrar en aquel mausoleo sin una sensación amarga de degradación voluntaria», pág. 244). Sin embargo, su relación con su país de acogida no siempre fue así: cuando tenía dieciséis años pasó un verano en casa de los Fennel, una familia acomodada, invitada por Robin, un muchacho de su edad. Esas vacaciones fueron un punto de inflexión para Katherine. Ahora Robin está en el ejército, pero la posibilidad de volver a verlo se le aparece como una oportunidad de dar un giro a su vida, de salir de la insatisfacción en la que se encuentra presa. La novela se estructura en tres partes, narradas en una tercera persona centrada en la chica: en la primera, conocemos a Katherine en el presente, en su rutina en la biblioteca, cuando se produce un enfrentamiento con su jefe que luego adquirirá más trascendencia; en la segunda, se recrea aquel verano de su adolescencia, en el que se muestra lo que ocurrió con Robin y la particular relación de este con su hermana Jane, que los acompañaba en sus salidas; por último, en la tercera parte se retoma la trama del presente de Katherine, un presente en el que por fin sucederá algo nuevo para ella. No es baladí que los dos tiempos en los que se desarrolla la historia —el pasado de las vacaciones, el presente de la biblioteca— transcurran en estaciones diferentes: el verano, en literatura, suele ir asociado al cambio, a esa fase en la que el personaje sale de su entorno y entra en contacto con un mundo que le abre puertas, que amplía su visión de la vida (no son pocas las novelas coming-of-ageque se sitúan en esta época del año); en cambio, el invierno encarna el nada pasa de la monotonía, un periodo no necesariamente desagradable, sino más bien «dormido», como a la espera de que la primavera traiga comienzos esperanzadores.Katherine es un personaje más interesante de lo que parece a primera vista. No hay que olvidar su condición de extranjera, de refugiada, si bien Larkin, un narrador sutil, nunca desvela su nacionalidad ni da detalles sobre sus experiencias en el país de origen, más allá de algunos comentarios que ella misma comparte con los demás. En cierto modo, parece como si el autor buscara que el lector perciba a Katherine como a una extranjera, igual que los personajes que interactúan con ella, puesto que solo narra sus vivencias en Inglaterra, el lugar donde ella es la «diferente» (por muy adaptada que esté); todo lo demás, su pasado, no existe. Ser la extranjera tiene consecuencias, como el hecho de que la gente se sincere enseguida con ella, como si le resultara más fácil hablar con una desconocida que se ha criado en otro ambiente. Katherine adopta a menudo el papel de la oyente silenciosa, que escucha los sinsabores de los otros sin juzgar y a la vez se enriquece por esas migajas de vida que comparten con ella. En cada parte de la novela se produce al menos un encuentro revelador: primero, con su jefe, que en las palabras que usa para reñirla deja entrever su propia frustración; en la parte del verano, con Jane, la hermana de Robin, a la postre más importante que el chico; y, finalmente, una mujer solterona con la que se cruza por casualidad, una casualidad muy oportuna. Katherine, siempre tranquila e imperturbable, crece a su manera al escuchar las experiencias de los otros, se deja enriquecer por ellos.
Philip Larkin