"Somos trasplantados. Somos el nuevo ahora y la equivocación. Los perdidos. Los acabados. Para siempre".
Son. Ellos dos. Ella y él. La que cuenta y a quien le cuenta. La que vomita o, más bien, esputa, regurgita. El que no recibirá nunca ese detrito. La hermana y el hermano.
Son trasplantados, equivocaciones, perdidos y acabados para siempre. Él, desde que nace; ella, desde antes de nacer.
"Dice él No puedo pasarme la vida esperando. Yo daría los ojos por que se curase pero. No se puede retorcer y retorcer el corazón. Y ella como la más serena de las Vírgenes Marías sentada en la cama. Las manos calentándole los costados. ¿Qué me dices? Respira. ¿Te vas? ¿Te marchas? Pero si acaba de parar de morirse. Y esta otra ya llega. Por favor no no te voy a detener. Nunca he podido obligarte a hacer nada. Nos mantendrás. ¿No eres estupendo? Ah la casa que me la quede. Es lo mejor. ¿Para quién ti mí? Emparedo mi cuerpo. Ya no soy para amar. Nunca más. Viviré para las labores domésticas. Vestir a los niños. Y tú para la hipoteca calzado nuevo patatas. No puedo vivir con una fe tan corta, pero sí pagar a tiempo largas facturas del gas. Oh qué considerado. Un hombre como está mandado".
El que no puede pasarse la vida esperando no es el él de quien yo os hablo. La que empareda su cuerpo, pues ya no es para amar, tampoco es ella. Él es el que acaba de parar de morirse. Ella, la que está llegando.
Realmente es de ella de quien vengo a hablar, pues ella es quien me cuenta. Ella se dirige siempre a él pero, como lo suyo son pensamientos, en realidad ella se habla a ella.
Ella llega a un mundo muy reducido y cerrado. Una pequeña población irlandesa. Una familia fervientemente católica. Un hermano tres años mayor que ha conseguido superar una gran enfermedad pero al que le quedan secuelas. Una madre que se ha quedado sola a cargo de dos niños.
Yo llego a este libro con la mente abierta pero entro en él muy desorientada. No hay preparativos. Las frases de Eimar McBride me empujan hacia afuera cual viento de borrasca. Sus palabras son granizada desapacible que me impiden avanzar. Es un torrente que me recuerda a mi llegada a En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart o a El vestido azul de Michèle Desbordes. No obstante, a diferencia de estas, McBride rompe con toda regla que ataña a la gramática o a la redacción. No inventa, no crea, sino que rompe. Si habláramos de cocina en vez de literatura podríamos hablar de desestructuración. Así, pues, sí, concedo la creación de algo nuevo aunque lo nuevo siempre surge de lo viejo. En este caso, de despojar de sus cimientos la estructura conocida nos llegan los despojos que este libro nos arroja a la cara.
La escritura de Eimear McBride no tiene reglas porque su ella no las tiene. Ese ella no tiene reglas tal vez porque nace donde existen demasiadas. Aun así: la culpa, el castigo para la pecadora que es, para ella y para los suyos.
"Puedo hacer esto si me apetece y si quiero y nadie va con el cuento a casa. Me encanta el. Algo de todo esto. Sentirme echada a perder. Irme a tomar. Por saco. Estoy lista. Lista lista. Para ser esa otra. Para llenar los rincones de esa persona que no se sienta en fotos a tu lado ante la chimenea".
Me recompongo pronto de mi desubicación y el viento que me empujaba fuera me arrastra ahora hasta el centro del huracán que es ella. Me hago a esa redacción sin reglas, a esa expresión desnuda, primitiva, y el aliento que ella expele al hablar me lleva rauda por su historia. Me agota, también.
Caigo ahora de nuevo en que ella en realidad no habla. Sus palabras son pensamientos. No hay aliento que me lleve. Luego soy yo rebotando contra las paredes del cerebro de ella. Sí: confusa, dolorida y agotada. Supongo que ella también.
"Toda mi vida es confusión y todo esto está perfecto".
Ella y él van creciendo. Ella, él y mamá se mudan a una población un poquito más grande. Ella y él se hacen adolescentes, se alejan, se desconocen, se siguen mirando pero de reojo. La lealtad es ahora soga y motivo de vergüenza y hay que llevarla a cabo con discreción y silencio. Sin saber cómo, la hermana menor pasa a ser la mayor y el hermano mayor pasa a ser el menor.
"Tú estás detrás. Tú vas muy por detrás en esto. Te veo rezagarte. Te veo cojeando ahí atrás, pero me cansa muchísimo girarme a mirar y de golpe te abandono a tu suerte. [...] Adonde voy no puedes venir tú".
"Tengo náuseas de apelotonar las cosas que se dicen de ti".
Es probable que él también tuviera náuseas de apelotonar las cosas que se dicen de ella.
"Conocí a un hombre y muchos más y a ti no te conocí lo más mínimo".
Ella se va de casa para seguir estudiando. Pocos son los que se van para siempre, pues casi siempre se vuelve alguna vez a la casa materna. Así lo hace ella. Vuelve. A la casa que no la deja ser ella porque ella no puede dejar de ser la ella de esa casa. Ambas ellas, la ella que la casa quiere que sea y la ella que ella quiere ser fuera de casa, son ella. Ella no lo sabe. Por tanto, ambas ellas pelean y así es imposible ningún tipo de paz ni de conciliación.
"Tracatacatraca. Ah tren. De vuelta allá. Esos campos. Atravesándolos como entonces. Anegados. Llenos de lluvia. Hasta las vacas se ahogan aquí. Hasta las ovejas. Hasta con suerte la gente. Niños caen cada año. Tanta hierba asfixiada. El mundo sumergido en lluvia. Y notar viejos rosarios de señorona cruzándose sobre mí. Como una música en el cerebro. Contra mí. Yo la. Empujaría. Lejos. La sacaría de esta orilla. Aparta de mi ese cáliz. La vieja plegaria. No olvidarla. Yo. Si Jesús estuviese aquí se habría largado. Corriendo. Chillando mientras esturrea la mierda de vaca con las sandalias. Ay Dios sácame de aquí. No no mi voluntad sino la tuya. Si me vieran diciendo esto. Vieran bajo mi piel. Fatal saber. El conocimiento. Jesús. Envenena. Sus vidas y sus mentes. Impía de mí. Pero mira. Pero mira. Echaría mano del sacrificio para librarme de esto. Liberarme de esto. ¿De qué? No sé de qué. Pero qué me sabe a mí. Me atenaza entre sus fauces. Que me partirán el cuello llegado el momento. Que me tendrán finalmente donde estoy, donde me quiere. Triturada y obedece. Entera. Por allí. Esas casas que pasan. Esos adosados pespuntean mi conciencia. ¿Debería no hacer bien? Es una fosa séptica. Una fosa sin fondo. Donde van todos los muertos. Voy yo. Iré yo. A acabar como ellos. Vivo y ahogado aquí. Llenándose mis pulmones. No hay escapatoria. Salida para los que como yo. Borboteo líquido. Me tapo la nariz. Caigo. Ay Dios. Calla. Vas para casa nada más. Tampoco es tan malo. No. Está. Ahí. Venga. Déjate de todo eso entonces".
Caigo ahora en otra cosa: en si ese lenguaje a trizas, con frases incompletas a veces, interrumpidas otras, no será sino el resultado de esa pelea constante.
Aun con esa prosa desmembrada, Eimer McBride consigue trasladar de manera asombrosa muchas sensaciones, tales como esa necesidad de encajar, de aceptación, de ser uno más, por parte de ella y de él en reiteradas ocasiones. También esos primeros deseos y el temprano despertar sexual de ella.
"Sudo toda. Lista para dar y no. En absoluto lista para lo que creo que voy a recibir. Pero me entrego. Lo entregaré. Toma este cáliz. Beberé no beberé. Hágase la tuya. Dejo que me bese. Si quiere. Yo. Bordes. Pero cuando estira la mano me aparto a su merced. Quiero besarte. Él. Me gira la cara hacia él. Disolviendo el temor bajo sus manos. Pone su boca en la mía. Esto es beso para mí. Luego. Oleada de. Qué. Pérdida. Y dice. Ha estado bien, ¿pero no me quieres devolver el beso? Yo. Me gustaría que abrieses un poco la boca. Hago. Me besa. La profundidad de nuevo. Con labios y dientes y con su lengua. Toca suave ahí no sabía que sería. Me llena la boca con ello. Dice. Abre los ojos. ¿Es la primera vez que te besan? Tensa y en un alambre estoy. Sabe algo que yo no. Sobre mí. Que soy ingenua".
"Qué rara me vuelve mi bautizo. Su desearme". "Esas cosas que pasan en tu cabeza cuando eres joven y no puedes imaginarte limpia de nuevo nunca más". Esas cosas y ese bautismo que marcan el fin de la ingenuidad.
Aun así, ella, a mis ojos, permanece ingenua, pues, qué triste ilusión saberse poderosa y no saber manejar su poder. Un poder que es como un arma arrojadiza que se vuelve contra ella, como un bumerán que regresa directo a su cuello. Vacío, vacío, vacío. Sexo, sexo, sexo. Más vacío, más vacío, más vacío.
Ella es un cuenco vacío deseoso de colmar. Un cuenco roto, tal vez, que no se puede llenar. Un cuenco que nació roto, que en algún momento se cascó, que se fracturó él mismo de tanto golpearse buscando su lugar y buscándose a sí mismo.
"Después. Dolorida y usada. Así funciona. No se puede aspirar a más si eres yo".
Ella es desmembramiento como su pensamiento a borbotones. Lanzagranadas que explota palabras a bocajarro. Frases descompuestas imposibles de armar. Ella cuenco vacío y manos vacías de pegamento que cohesione. Ella es una cosa a medio hacer.
Una chica es una cosa a medio hacer es ese pensamiento a borbotones de esa chica. Es un canto de amor a su hermano. Es un canto de odio a sí misma. Aunque, de lectura rápida, esa misma voracidad me deja exhausta. Me peleo con este libro como esa chica se pelea con la vida y consigo misma. Supongo que ese es el efecto buscado por Eimear McBride. Si es así, objetivo cumplido: me ha plantado en el cerebro de esa chica y ahí me he pasado un buen (o mal) rato, cual saco de boxeo, recibiendo golpes.
Porque, sí, Una chica es una cosa a medio hacer es un libro que también alberga violencia, y, con tanta pelea, no he podido evitar preguntarme si acaso esa chica del título no ha tenido ni un solo instante de calma. Tal vez sí. Tal vez afuera. Tal vez su cerebro se golpee hasta con la calma.
Ella, la chica, es, como el resto de personajes de este libro, digna de compasión pero alberga también, como todos ellos, un toque de mezquindad. Solo que del resto me molesta más su mezquindad y a ella, como he estado en su cerebro, y aunque me haya mantenido a cierta distancia, la quiero un poco más.
Tampoco he podido evitar preguntarme si esa chica, de haber crecido en otro ambiente, se hubiera terminado de hacer. O si la chica, viviese donde viviese y tuviese la familia que tuviese, jamás hubiera tenido ladrillos y argamasa propios para construirse. Pero eso ya no importa. Cualquier respuesta a mis preguntas sería la historia de otra chica. Para esta chica no hay respuesta, solo vacío desbordado. Ella solo es una chica a medio hacer.
"Si tuviera oportunidad. De empezar de nuevo. No querría. Haría esto. Lo haría. Pero cada día. Cada día".
"Todos somos las cosas que terminamos siendo siempre".
Traductor: Rubén Martín Giráldez
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